Muchas personas perciben que en la política española se está viviendo una época de alboroto. Las promesas de felicidad general progresiva están calando entre la gente y desde hace mucho tiempo no veíamos una oferta electoral tan rica en buenas intenciones. Las previsiones para los próximos meses tienen el color de la esperanza; los votantes van a abrir las puertas parlamentarias a partidos inmaculados que ofrecen soluciones a todos nuestros problemas. No sabemos cuánto tiempo tardaremos en decepcionarnos pero debemos disfrutar mientras nos quede juventud.
En este entorno, y por contraste, se nos perfila con gran notoriedad la figura del presidente del Gobierno, don Mariano Rajoy. El señor Rajoy está en el final de su primera legislatura como jefe de Gobierno y podemos decir que hasta ahora su idea fundamental era la de la resistencia. Rajoy cumplió su cometido como presidente al obedecer las directrices de las altas instituciones europeas, y para poder hacerlo tuvo que incumplir buena parte de sus promesas electorales. En concreto, este señor había propuesto bajar los impuestos y tuvo que subirlos. Estas piruetas doctrinales suelen pasar desapercibidas en el plano político, pero el hecho es que se subieron los impuestos y que gracias a ello Rajoy pudo mantener a raya la prima de riesgo y los volúmenes de déficit público.
Una vez asegurada la supervivencia económica del Estado, Rajoy ha dejado que los meses vayan pasando. Durante algunos periodos de esta legislatura, el señor presidente ha permanecido en un silencio total. La mayor parte de los problemas que han surgido se han afrontado con la idea de que se desintegren por combustión espontánea. Rajoy ha permitido que, en la mayor parte de los casos peliagudos, el Gobierno no se pronunciase o que como mucho saliesen algunos ministros a torear, como los señores Fernández Díaz o Margallo, que daban dos capotazos y dejaban al toro más o menos mareado.
Con esta política, hemos llegado a la situación actual, que es una situación francamente acalorada. Queda un mes para las elecciones generales y este final de legislatura está siendo casi tan sulfúrico como el que desembocó en las elecciones del año 2004, elecciones que el señor Rajoy recordará sin duda porque tras ellas se pudo apreciar en el rostro de don Mariano una expresión de desconcierto absoluto. En aquel momento el Gobierno del PP se paralizó durante la inaudita semana electoral del 11M, y las encuestas se dieron la vuelta. Rajoy estuvo un par de años llevando de la mejor manera posible la cara de panoli que a cualquiera se le habría quedado tras ese volatín.
La novedad del momento actual es que Rajoy parece que no quiere que aquello se repita y lleva varias semanas saliendo por la tele dos y tres veces al día. Tenemos a Rajoy a toda vela, a todas horas y en todos los medios de comunicación. Rajoy pronuncia un mitin a diario, comunica novedades programáticas cada tarde y además ha tenido tiempo de reunirse con todos los partidos para afrontar el asunto catalán. Podríamos decir que esta actividad loca pretende cambiar la percepción que el electorado tiene de Rajoy, aunque no sabemos qué percepción es ésa ni si es una percepción unitaria, rotunda o definitiva. Vemos en las encuestas que Rajoy es de los políticos peor valorados, pero la experiencia nos dice que cualquier jefe de Gobierno es también el más conocido entre la población general, con lo que existe la posibilidad de que para él vaya el saco de votos más oscuro e indiscernible que hay, formado por esos votos ultraconservadores, mal informados, temerosos de Dios y remisos a cualquier cambio. Ese saco es el que da continuidad a cualquier Gobierno: ese saco mantuvo a Felipe González en el poder trece años, y a Aznar ocho, y a Zapatero otros ocho. Y, si se me permite decirlo, ese saco de apoyo popular es el que permitió que Franco durase cuarenta años y se muriese en la cama: es verdad que fue un apoyo latente, porque por entonces no se podía votar, pero para muchos electores españoles el voto ha sido un detalle sin gran importancia.
Por tanto, podemos afirmar que Rajoy no quiere que su apoyo electoral se limite al núcleo más nublado y tenebroso del cuerpo electoral, y nuestro héroe se ha lanzado a la calle con la intención de escenificar movimiento. Para un elector suspicaz, tanto movimiento huele a chamusquina, sobre todo si proviene de un señor como Rajoy, que es un político de una impasibilidad proverbial, completamente espectacular. De hecho, sus mayores virtudes como líder se derivan de esa impasibilidad: frialdad, sosiego, socarronería gallega, reflexión, previsibilidad, aburrimiento. Convertir a Rajoy en un líder dinámico es una maniobra que no cuela, salvo para los fans más recalcitrantes de don Mariano, a los que por otra parte no había que convencer de nada porque ya estaban a muerte con su líder.
En todo caso, los cocineros de la campaña del PP han visto que lo que ahora se lleva es el dinamismo. Eso está muy bien. Ahora tenemos que comprobar si el electorado cree que ese dinamismo tiene cabida en el organismo de don Mariano, cuya personalidad ha sido hasta ayer la quintaesencia del estatismo y el no va más de la rigidez. Insisto en que no queremos decir que ese estatismo sea malo: dependiendo de cada momento, la resistencia impávida puede ser una virtud de gran valor.
Y esto nos lleva a una conclusión irrefutable: en términos generales, los expertos en campañas electorales que contratan los partidos políticos tienden a la equivocación fatal, a empeorar las cosas, a la dilapidación de las ventajas electorales y, en algunos casos, a romper la vajilla familiar del partido.