Unos organismos muy serios y rigurosos han anunciado solemnemente que la carne embutida que consumimos es un agente cancerígeno o carcinógeno. Esta noticia, que está remitida nada menos que por la Organización Mundial de la Salud, se ha soltado al espacio radioeléctrico. Las reacciones iniciales han sido de alarma, como es natural, pero en el mundo moderno es conveniente esperar una semana para ver la profundidad del impacto. Y ha pasado ya una semana y media y la noticia se ha evaporado, como tantas otras filtraciones o anuncios importantísimos. La vigencia de las cosas en la vida cibernética se ha acortado de tal manera que, entre lo poco que duran las noticias y el aluvión continuo que se va acumulando por minuto, ya es muy difícil saber lo que ha pasado hace un mes.
La cosa es que la carne embutida es cancerígena. Tremendo asunto. La carne embutida, sea en el formato que sea, constituye uno de los alimentos básicos de un porcentaje altísimo de la población mundial. Nuestros hijos pequeños son unos consumidores impresionantes de salchichas, mortadela, chorizo, pavo desengrasado, salchichón y cualquier otro artefacto de aspecto turgente y de composición dudosa. Hay padres del llamado primer mundo que ofrecen a sus hijos una dieta fundamentada casi al cien por cien en estos productos. Estamos rodeados de individuos salchicheros, de personas adictas al salami.
El anuncio de la toxicidad de estos materiales es escalofriante, pero resulta que se ha producido este anuncio y aquí no ha pasado nada, lo cual resulta todavía más escalofriante. Todo el mundo sigue comiendo embutidos. Es verdad que hasta ahora podíamos suponer que el procedimiento de elaboración de estos alimentos tenía gato encerrado, y ruego al lector que no se me entienda de forma literal lo del gato encerrado. Muchos de nosotros conocíamos a alguien que había visitado alguna de las fábricas en las que se confeccionan industrialmente los embutidos, y estos testigos directos podían contar a quien quisiera oírles que en esas fábricas se combinaba la estricta observancia de la normativa sobre sanidad e higiene con la manipulación de derivados de origen animal cuya contemplación presencial podría acabar con el ánimo del más pintado. Por decirlo de otra forma: aun cumpliendo las normas sanitarias, en estas fábricas se cocían, picaban y prensaban unas sustancias cárnicas de textura y olores puramente inenarrables, y que me perdonen los fabricantes de estos productos, sobre todo porque son unos señores de una respetabilidad máxima que han conseguido alimentar de forma económica a millones de ciudadanos de todo el planeta. El caso es que la manipulación de estas carnes convertidas en una pasta prensable y comprimible podía ser un espectáculo poco edificante, pero hasta ahora suponíamos que consumir el producto terminado era un hecho más o menos benéfico para el organismo (o, al menos, inocuo).
Sin embargo, ahora nos dicen que la mortadela rosácea y resbaladiza es, además, cancerígena. La OMS dice que estos productos presentan una contrastada peligrosidad sanitaria, y esta conclusión tan escandalosa se ha obtenido observando los índices de penetración de cáncer colorrectal en los consumidores de embutidos; por lo que se ve, los amantes del chopped presentan una tasa de cáncer per cápita muy superior a los que no comen nunca embutidos (y vaya usted a saber quiénes serán éstos que nunca comen embutidos; yo no conozco a ninguno). Mucho ojo con estas conclusiones. No soy ni seré defensor de la carne de origen ignoto encerrada en unas fundas, pero lo cierto es que soy consumidor de estos artefactos. Sin embargo, esa alta tasa de cáncer puede ser debida a que quizá los que absorben embutidos a gran escala sean también unos fumadores tremebundos, unos bebedores indómitos o unos amantes de otro tipo de comida nociva; o incluso pudiera ser que los comedores de embutidos sean aficionados además a frotarse el cuerpo con amianto. Quizá el adicto al salami tenga una tendencia más o menos general a las adicciones y, en consecuencia, unas grandes posibilidades de convertir su cuerpo en un pequeño estercolero. Nosotros creemos que, dado que estamos hablando de temas muy sensibles, un estudio riguroso de este asunto debería tener otras conclusiones o presentar otro enfoque. La cosa cambiaría si se descubrieran sustancias estrictamente cancerígenas en los embutidos, dentro de ellos. Hasta hace poco, los agentes cancerígenos reconocidos como tales eran el arsénico, el cromo, el uranio, el cloruro de vinilo o, en el consumo humano normal, el humo del tabaco, que contiene determinadas concentraciones de sustancias cancerígenas. Estaría bien saber si alguna de estas sustancias ha sido encontrada en alguna salchicha, aunque, por lo que hemos podido leer fugazmente en Internet, no parece que de momento se haya encontrado cromato de zinc en el interior de una morcilla.
Por tanto, este caso presenta tres características que tienen que ponernos directamente la piel de gallina. En primer lugar, una de las más altas autoridades sanitarias mundiales nos dice que nuestros queridos embutidos, que tanto placer provocan, son cancerígenos. En segundo lugar, esta conclusión parece sacada por intuición estadística, ya que no se han encontrado restos de ninguna sustancia específicamente cancerígena en los embutidos. Y en tercer lugar, la población mundial ha pasado de la OMS y prosigue poniéndose chata a butifarra. Cada uno de estos fenómenos informativos, cogido de manera aislada, es escandaloso. Y todos juntos, encadenados en Internet, nos colocan en una posición de desconcierto morrocotudo y nos dan la medida de la ligereza con la que se funciona hoy en día.