Las personas corrientes tienden a buscar una solución a los dos asuntos más importantes que tenemos en el mundo occidental, que son el dinero y la salud. Cuando esos dos asuntos están aproximadamente encarrilados, todos nosotros empezamos a centrarnos en decantaciones de estos dos temas, y muy concretamente la gran preocupación postmoderna es el aspecto físico personal, que engloba a ambas ramas: se supone que un buen aspecto es síntoma de buena salud y además se considera que con buena pinta uno tiene un trampolín para conseguir, de una u otra forma, más dinero. Todo ello ha propiciado el desarrollo de ciencias como la medicina de carácter estético o la nutrición. Los cirujanos plásticos y los nutricionistas son hoy por hoy unos profesionales punteros de influencia definitiva. Sabemos que la cirugía estética tiene unos costes que pueden ser inaccesibles para una gran mayoría de personas, pero el cuidado de la línea y el mantenimiento de una dieta son ocupaciones hacia las que todo el mundo se dirige de forma más o menos borreguil.
Hay que decir que, en este camino de la dietética, el progreso humano va poniéndonos dificultades. El mercado de la alimentación presenta numerosas alternativas bajas en calorías, sí, pero a la vez está repleto de productos hipercalóricos y elaborados con sustancias aparentemente adictivas. Existe un grupo numeroso de ciudadanos que las pasa canutas cuando recorre los pasillos de un supermercado. La fuerza de voluntad se pone a prueba en cada vistazo que se echa a los repositorios de bollería, galletas, embutidos, grasas de toda saturación y demás elementos deliciosos y de metabolismo imposible.
En este sentido, y por ser muy concretos, existe la problemática tremenda del pan. El pan es un elemento que en cualquier pueblo de España se tiene siempre a mano, y aquí no hay excepciones ni particularidades regionales. Los españoles comemos pan a cualquier hora, en cualquier situación y bajo cualquier techo. No hay un país en el mundo (con la posible excepción de Francia) en el que se consuma pan antes, durante y después de comer, y entre horas, y por la tarde, y en exclusiva o acompañando con él algún aperitivo o merienda. Hay países famosos por la obesidad de sus habitantes (como Estados Unidos) pero ni siquiera en ese país de obesos hay una supremacía tan absoluta del pan. Los norteamericanos usan el pan como soporte de bocadillos absolutamente inconcebibles, de unas dimensiones colosales, pero no comen pan solo. Por el contrario, en España no hay hora del día en la que el pan no esté perfectamente tolerado y recomendado. Se toma una tortilla, y esa tortilla se acompaña de una cantidad equivalente de pan; se saca un queso, y el queso se come con pan. El pan es un elemento que se ubica en el centro absoluto de todos los movimientos sociales y que mantiene una hegemonía completa y sin fisuras.
Y para agravar la cosa, la industria panadera ha perfeccionado sus técnicas. Hace treinta años, el pan que circulaba por las ciudades españolas era de una dureza pedernal, y mantenía unos altos niveles de sequedad incomestible; aun así, los españoles comíamos aquella cosa todo el rato, aunque sin delectación y por pura inercia. Desde hace unos años, y gracias a la frigorificación de las masas en el obrador y a la introducción de algunas sustancias francamente mágicas, las panaderías españolas ofrecen a sus clientes un pan maravilloso a lo largo de todo el día. Uno pasea por una calle de cualquier capital de provincia y a cada paso le asalta el olor a pan recién hecho, un olor que, como todos sabemos, funciona como una kryptonita sensorial, neutralizando nuestro sistema nervioso y con la misma fuerza que los dardos anestésicos usados para capturar animales de la selva. El pan horneándose sin cesar en nuestras panaderías es una tentación espantosa. Cualquier barra de pan que compremos en cualquiera de los formatos actuales, que son formatos variados y exquisitos (chapata, baguette, barra campesina, etc), es un producto sensacional: la corteza es fina, la miga es esponjosa y la disposición molecular del conjunto se adapta perfectamente al paladar de cualquiera. El pan de hoy en día en España constituye uno de los pocos avances tecnológicos que además contribuye al refinamiento social y la propagación del placer gastronómico a gran escala. Y a un precio asequible. Y con una continuidad horaria y una disponibilidad inmediata verdaderamente insólitas.
Todo esto supone un obstáculo para las aspiraciones de delgadez de la mayoría de los ciudadanos. La lucha contra el maravilloso pan contemporáneo es una lucha perdida en la que solamente resisten las personas ascéticas y con una fuerza de voluntad rígida. El pan de ahora está tan rico que, cuando uno se sienta a comer, debe llevar a cabo una formidable maniobra de autocontrol para no comerse una barra entera de pan antes de que se sirva el primer plato.
Esta lucha panificadora se produce todos los días y se da en toda España. Ahora que estamos encontrándonos con una determinada decantación de las diferencias provinciales, y que cada uno quiere significarse por su singularidad particular, podemos decir que la pelea contra el pan riquísimo es uno de los rasgos generales del país. Evidentemente, todo esto se señala a título puramente informativo y sin ningún ánimo de crear polémica.