Las barreras del confort

La gran noticia de las últimas semanas es la ola migratoria que procede de algunos países y que va entrando por Europa del este como una inundación arrasadora. Ante esta enormidad, hay varias cosas que podemos señalar. En primer lugar, parece ser que los emigrantes provienen de lugares en los que la vida humana no vale un pimiento: algunos de esos lugares son enclaves en los que en los últimos años se ha producido alguna de esas famosas primaveras, que como todos sabemos fueron fenómenos en los que felizmente se derrocaba a un dictador sanguinario y se le sustituía por un desbarajuste violento y más o menos integrista, con lo que, por desgracia, casi se iba de mal en peor, dicho sea sin ánimo de crear polémica. Además, recientemente hemos visto que muchos refugiados llegaban a un puerto europeo (por ejemplo, a Lesbos) y se liaban a bofetadas entre ellos, llevando a cabo una representación a escala de los conflictos horripilantes de los que ellos mismos estaban tratando de escapar. Este fenómeno de la violencia de los que huyen de la violencia es un giro irónico que no tiene ninguna gracia, pero que describe perfectamente la enrevesada naturaleza humana.

En tercer lugar, esta migración tremenda ha provocado una corriente de solidaridad internacional que se ha concretado en dos circunstancias; por un lado, muchísimos ciudadanos se han manifestado en las calles reclamando a los gobiernos una mayor predisposición a la acogida de estas personas peregrinas, y, por otro lado, las instituciones europeas han confeccionado un programa de cuotas obligatorias de acogida en base a la justicia distributiva y a las posibilidades de cada país. Este plan de reparto empieza ahora a tener sus primeras grietas, y hay algunos gobiernos europeos que ponen en franca discusión la cuota que se les ha asignado. Es decir, que vemos una solidaridad ilimitada en los ciudadanos y una solidaridad un poco más condicionada y melindrosa en los gobiernos. Esto ocurre porque ser solidario sin una consecuencia directa y concreta es algo que pertenece al ámbito de las emociones y que, por tanto, resulta facilísimo. Todos queremos un futuro mejor para estos desgraciados ciudadanos y todos creemos que debe existir una solución para ellos; en cambio, los que nos gobiernan deben hacer una proyección más o menos factible y profesional de estas acogidas y ven que los recursos para llevarlas a cabo son limitados. Nosotros, los ciudadanos, queremos que estos refugiados tengan la posibilidad de vivir decentemente y nos quedamos literalmente aterrorizados cuando vemos imágenes como la del niño de cuatro años muerto en la playa. ¿Cómo puede tolerarse eso? Sin embargo, durante esta crisis migratoria no se ha oído a ninguna persona particular ofreciendo de forma permanente su casa a estos refugiados, o cediendo parte de sus horas laborales o de sus salarios a estos inmigrantes que luchan por su integridad. Nadie ha podido explicar todavía qué pasará con estas personas cuando lleven con nosotros un mes. Todos queremos que esto se solucione pero sin que tengamos mucho que ver en la solución.

La razón de esa exigencia poética está en nuestra propia línea de bienestar privativo, que es una línea que es diversa y dinámica pero absolutamente irrompible. En el fondo de nuestro cerebro hay una frontera que está compuesta por nuestros hitos, nuestras conquistas y nuestra comodidad. Cualquier persona desea el bien ajeno siempre y cuando no menoscabe el pequeño tinglado que uno se ha construido con mucho sufrimiento. Todo esto que estamos contando es de una obviedad tan aparatosa que resulta increíble que todavía haya personas que apelen a los sentimientos nobles para conseguir determinados fines y que lo consigan. El triunfo de los nuevos partidos políticos es el triunfo de la esperanza, de la bondad y, en último término, de la incapacidad general para calcular en euros las consecuencias del cambio. La reforma, el borrón y cuenta nueva y el nuevo paradigma social son iniciativas deslumbrantes que requieren una cantidad de dinero, cantidad que a día de hoy y en casi cualquier sitio se mantiene sin determinar. Los partidos políticos que proponen modificaciones masivas del sistema vigente van llegando a tareas de gobierno e inmediatamente deben enfrentarse con la contabilidad gélida y las barreras burocráticas y jerárquicas levantadas por los acreedores. La consecuencia de ese choque es el digo donde dije diego, el cambio de mis principios por otros, la mutación inmediata del programa económico y la decepción, el chasco y el desánimo del votante.

Y cuando uno trata de describir todo esto siempre sufre una inmersión en el abatimiento y en la decepción. Uno desearía mirar al futuro con más confianza; uno querría no tener esas barreras infranqueables de confortabilidad que uno evidentemente tiene, y querría encontrarse con ciudadanos desprovistos de esas barreras, personas que tuviesen un desprendimiento verdaderamente potente y dominante. La observación detallada de uno mismo y de la escenografía que nos rodea nos lleva a ser muy pesimistas. La aparición de un ciudadano completamente desinteresado es un hecho insólito. Las posibilidades de ver a alguien sin grandes cantidades moleculares de egoísmo son tan remotas como las de avistar al Yeti.

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