Ahora está de moda la confrontación más o menos folclórica entre el Norte y el Sur. A raíz del triunfo en taquilla de la película Ocho Apellidos Vascos (que incluso ha tenido una especie de secuela en forma de serie de televisión), se han puesto sobre la mesa las presuntas diferencias socioculturales entre vascos y andaluces, y todo ello se ha hecho con ánimo jocoso y sin ganas de levantar polémica. Esta aspiración es digna de elogio, porque en el fondo de tanto chiste se adivina un propósito de despresurización de la olla exprés que a lo largo de los años se ha creado en el ámbito de las relaciones vecinales en la península, dicho sea con las prevenciones que mi propio lenguaje da a entender.
Esta dinámica de chistes empezó como una pequeña osadía llevada a cabo desde el programa de humor de ETB Vaya Semanita y ha ido decantándose hacia el tópico relativamente estandarizado, aunque está visto que la gente todavía se ríe mucho con las situaciones cómicas que se plantean. Estamos viendo que, en los guiones de estas películas y series, los vascos somos cada vez más mostrencos y circunspectos, y los andaluces derivan imparablemente hacia la pandereta. El espectador imparcial se pregunta qué puede haber de cierto en todas estas caricaturas.
En este contexto, yo proclamo en este blog que recientemente he estado pasando varios días en Andalucía y que además he podido observar durante años este supuesto choque sociocultural vascoandaluz. Desde mi condición de vizcaíno, y con todas las cautelas previas que esta condición suscita, he podido sacar alguna conclusión que paso a comentar con la mayor claridad posible, aunque previamente debo explicar que el comentario se refiere a las relaciones de un vasco concreto (yo) y una serie de andaluces específicos (que son aquellos con los que me he relacionado a lo largo de los años).
Hay muchos tópicos que deberían ser ya inaceptables. Se sigue diciendo que los andaluces son jaraneros, ruidosos y alegres y que los vascos somos callados, sobrios y austeros, pero cualquiera que se haya movido un poco por el mundo sabrá que estas características son intercambiables y que hay infinidad de vascos gritones y amantes de la juerga, y muchísimos andaluces silenciosos, discretos y de una sobriedad insoslayable. Por el contrario, hay un hecho físico contundente e inequívoco que sí que delimita el funcionamiento y el carácter de cada cual, y ese hecho es el clima. Todos sabemos que en Vizcaya uno puede encontrarse con un tiempo atmosférico húmedo, denso, de una crueldad horripilante; eso puede prolongarse durante varias semanas y es por sí mismo una fuente de amargura espiritual sin paliativos, como si los vizcaínos estuviéramos permanentemente en guardia con respecto a nuestro clima; incluso cuando tenemos buen tiempo, sabemos que la lluvia y el viento pueden aparecer en cualquier momento. Por resumirlo de una manera simple, en Vizcaya hay a lo largo del año muchísimos días malos y alguno bueno, y estas carencias de sol nos convierten en personas descreídas y suspicaces. En el otro extremo tenemos el caso andaluz: en la gran mayoría de las provincias andaluzas hay muchos meses del año en los que el ambiente climatológico es una maravilla de suavidad, aunque también hay periodos de tiempo en los que el calor se convierte en un agente aniquilador de una dimensión indescriptible. El calor habitual andaluz crea situaciones con las que hay que convivir; ante el calor habitual sólo se puede contemporizar. Cualquier alteración autónoma del espíritu en un ambiente acalorado es un factor multiplicador añadido en el proceso de eclosión personal. Los andaluces son inteligentísimos y conocen los mecanismos físicos del cuerpo y de la mente; por eso saben que la única forma de mantener una relación idónea con su sofocante climatología es utilizar la paciencia. Los andaluces que yo he conocido forman el grupo humano más paciente que he visto jamás. Los andaluces son capaces de esperar horas y horas en una cola, o en un mostrador, y lo hacen con una sonrisa, sin protestar. Un fenómeno verdaderamente impresionante de madurez humana colectiva es ver cómo los sevillanos se van a sus casas después de una de esas procesiones de Semana Santa: sobrecoge ver a miles de ciudadanos saliendo por las estrechas calles del barrio de Santa Cruz, a velocidades lentísimas, y sin que tal concentración multitudinaria produzca en ningún caso tapones, avalanchas o embudos mortales; al terminar las procesiones, los sevillanos tardan dos horas en recorrer a pie doscientos metros, y lo hacen tranquilos, serenos y en un silencio prodigioso.
Los andaluces que yo he conocido parecen partir del calor como elemento que lo condiciona todo, y de ahí han ido convirtiéndose en personas que viven en un plano superior, en un estado avanzado de perfeccionamiento evolutivo que los coloca por encima del resto de la población. Estos señores andaluces se han enfrentado a la inevitabilidad climatológica, han sabido convivir con ella y han decidido (voluntariamente o no) trasladar la resignación sosegada a todos los ámbitos de la vida social. Y les va bien así. En general, y haciendo las excepciones que sea necesario hacer, un andaluz necesita pocas cosas para funcionar y no anda buscando nada nuevo porque mañana será otro día y no hay mal que cien años dure, etc.
Por el contrario, el nivel de refunfuñamiento moral de un vizcaíno es mucho más alto. El vizcaíno necesita moverse y buscar cosas, actividades, experiencias, porque probablemente considera (aunque no lo sepa) que su vida es una vida cochambrosa. Es verdad que en esta tesitura los vizcaínos no están solos sino que la gran mayoría de los españoles andan a la búsqueda de algo, y, en este sentido, es conveniente señalar que los raros son los andaluces.
En Andalucía hay unas circunstancias económicas y políticas más bien depauperadas que todo el mundo conoce y que, sin embargo, no tienen la mayor importancia para los propios andaluces. Y nosotros pensamos que eso no se debe a la economía sumergida, ni al trabajo oculto, ni siquiera al clima, sino que creemos que, partiendo del clima, el andaluz es hoy una persona superior, que contemporiza, que conoce perfectamente el valor del tiempo y lo poco que vale el resto de cosas. Las cosas, en general, no tienen ninguna importancia. Y eso lo saben los andaluces, que, cuando ven a alguien preocupadísimo por alguna chorrada absurda, sonríen discretamente.