Valle-Inclán y otros farsantes

Una de las cosas que más desaniman a la opinión pública es el descubrimiento de un farsante. Y, en este sentido, estamos en una época de grandes descubrimientos. Hemos visto el caso de Rodrigo Rato, un hombre que tuvo fama de buen gestor y que hoy se nos ha desvelado como un presunto defraudador; cualquier persona razonable debe reaccionar ante este caso con un encogimiento de hombros y con un rascado de cabeza, puesto que Rato es un hombre que lo tuvo todo y que se metió en determinados líos sin tener motivos aparentes para hacerlo, sin necesidad. El caso de la familia Pujol es similar, con el agravante de que, por lo que sabemos, ha habido un servidor público que presuntamente ha ocultado unos dineros durante muchísimos años mientras a su alrededor iba creciendo un aura de decencia y de seriedad. Esta situación genera mal ambiente porque el público se queda con la cara de bobo que puede uno imaginar, y al final el robo y el fraude fiscal importan menos que el engaño popular.

Hay que decir que en España se da el medio ambiente idóneo para la proliferación del pícaro. El pícaro solamente necesita para sobrevivir dos elementos, que son la capacidad propia para engañar y las ganas ajenas de ser engañado. Buena parte del público español es proclive a dejarse engañar, bien por candidez o bien por codicia. Los timos más consistentes son los que se basan en la codicia ajena, y el Siglo de Oro en España vio nacer incluso un género literario específico en este sentido (la picaresca), que es, además, el único género netamente español. Pero los farsantes no sólo se han dado en el plano de la ficción, sino que incluso el gremio de los escritores ha tenido su cuota de pícaros y embaucadores. La Generación del 98 tiene toda una segunda línea de literatos sablistas, expertos en la engañifa para sobrevivir, y productos directos de la bohemia más miserable, como Alejandro Sawa o Ciro Bayo. Incluso hay escritores de primera línea en esa generación que fueron, a su manera, un fraude.

En estos días, por ejemplo, se publica en España una nueva biografía de Valle-Inclán. Este escritor, que hoy ocupa un lugar importantísimo en la historia de la literatura española, era, sin embargo, una persona que llevaba la fabulación a sus propias circunstancias vitales. Por lo que sabemos hoy en día, Valle-Inclán construyó su biografía sobre datos equívocos, inexactos o manifiestamente falsos; se inventó una cuna ilustre, unos presuntos títulos nobiliarios gallegos y toda una trayectoria personal sospechosa. Dejó entrever que había perdido el brazo en un duelo con Manuel Bueno, cuando en realidad su manquedad fue producto de un bastonazo que le propinó Bueno en una discusión de café, bastonazo que le provocó una necrosis y la amputación postrera. Valle-Inclán consiguió propagar una imagen de literato total, de sacerdote de la cultura, imagen que la prensa alimentó con mucho gusto, pero hay testimonios que aseguran que a Valle no le gustaban nada las fatigas de la pobreza literaria, en una época en la que vivir de los libros era físicamente imposible. Valle-Inclán, en un café, o en un estreno, o cuando acudía a cualquier acto público, se aparecía como la quintaesencia del ascetismo artístico y del compromiso con el arte puro, pero en privado Valle era, según fuentes de toda solvencia, un hombre fastidiado por la problemática de la subsistencia y por la carestía de la vida. Hay evidencias de que Valle solicitó sueldos y destinos en muchos gabinetes y que incluso desde el Gobierno de la II República se le buscó un cargo a su medida, cargo en el que no cumplió ni los servicios mínimos presenciales, generando situaciones bochornosas y desaires de mucho vuelo.

Además, Valle consiguió que la prensa transmitiera incluso una imagen física de su aspecto que no tenía mucho que ver con la figura de Valle, y, así, durante muchos años en España se ha creído que este escritor era un hombre alto, de apostura señorial, efigie regia, voz de barítono y talante templado, cuando resulta que en realidad Valle en persona debía ser un hombre más bien enclenque, de mal color, cabeza de pepino, voz de flauta y carácter colérico, arbitrario e intolerante. Todo esto no desvirtúa de ninguna manera el talento literario de este señor, verdadero revolucionario de las letras españolas y creador de un estilo cultista, extravagante, altamente incomprensible para una gran parte del público lector; un estilo que era una mezcla espectacular de arcaísmos y de modernidades. Valle-Inclán fue un autor de imágenes y de caracteres completamente únicos. Valle-Inclán fue un escritor inigualable, sí, pero también fue un farsante. Algunos analistas han definido este tipo de impostura como un dandismo irreprochable, una estrategia puramente poética y escenográfica que tiene sentido en el contexto literario. Pues muy bien. Otras personas, más elementales, piensan que esta máscara es una manifestación más de la cuquería y de la vivacidad ratonera.

Si Ramón María del Valle-Inclán (o comoquiera que fuese su nombre verdadero) consiguió erigir su propio personaje sin apenas medios materiales ni capacidad de medrar, y si Valle, sin herramientas de presión, tuvo la fuerza y la voluntad suficientes como para lograr que su propio personaje ficticio perdurase durante muchas décadas, imagínense ustedes lo que ahora puede hacer alguien con dinero y poder. Por eso, cuando las personas particulares nos encontramos en las noticias con un político fraudulento el asombro es doble, ya que damos por hecho que no necesitan robar y que, en caso de que lo necesitaran, serían capaces de ocultarlo suficientemente. Pero está visto que el ser humano nunca tiene suficiente con lo que tiene, sea lo que esto sea.

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