En este blog tratamos de describir lo que vemos y de hacerlo con la mayor amenidad posible. Uno es muy limitado y a veces esa deseable amenidad no aparece, y es cuando nos encontramos con entradas completamente ilegibles, plúmbeas, de muy complicada masticación. En estos casos de prosa árida, hay una solución muy clara, que es la de dejar de leer e ir a hacer otra cosa de mayor provecho, como correr un maratón o un ironman. Como humilde autor de textos insoportables debo intentar tener poco orgullo y aceptar las críticas que cualquiera puede hacerme.
Un amable lector me dice que este blog es un coñazo completo y que además él detecta en estas entradas un fondo de amargura que hace que esta lectura sea una experiencia altamente desagradable. Yo reconozco que me molesta más ser aburrido que amargo, porque la tristeza es consustancial al tiempo que pasa y a vejez que va llegando. En este sentido, es verdad que a veces dedico algunos textos a asuntos que es mejor evitar. Hoy, por ejemplo, me gustaría hablar de la muerte. Es importante este aviso previo para que el señor lector que se encuentre en este momento recorriendo trabajosamente estas frases y que no quiera oír hablar de este asunto pueda bajarse del burro e irse a tomar el sol. Aprovecho para despedir a ese buen lector con un abrazo cordial y le emplazo a que nos visite otro día en el que hablemos de cosas más placenteras.
Ya hemos dicho en este blog que, a nuestro entender, el principal afán del ser humano moderno no es trabajar, ni tratar de ser buena persona, ni comer, ni hacer deporte, sino que es tapar la presencia de la muerte, presencia que se intenta ocultar poniendo encima de ella todas las actividades que acabamos de mencionar y algunas incluso peores. La muerte es un hecho físico intolerable. Nuestra desaparición de este mundo es, salvo para casos extremos, una idea que no nos gusta nada. Hemos creado un tinglado impresionante de entretenimiento sólo para que la muerte no se nos aparezca en ningún momento de nuestra jornada, y cuando digo entretenimiento me refiero a cualquier labor, lúdica o pecuniaria. Y hemos construido una estructura de mantenimiento de la salud que está enfocada a no morirse nunca, o al menos a morirse lo más tarde posible. El problema de todo esto es que, a veces, la muerte asoma la cabeza y nos recuerda que vamos a pertenecer a su abominable club.
En las últimas semanas, y por diversos motivos, estoy encontrándome con la muerte. Quien haya tenido estos mismos encontronazos sabe que son tremendos porque precisamente en estos tiempos estamos intentando sacar a la muerte de nuestras vidas. Hasta hace unos cuantos años, el fondo de religiosidad cultural que existía en la vida y en la sociedad estaba impregnándolo todo y nos proporcionaba una relación con la muerte mucho más rutinaria y cercana. Las ceremonias religiosas eran frecuentísimas y en todas ellas se hacía hincapié en el fin de la vida terrenal; además, la situación de nuestra sanidad era muchísimo peor y teníamos más posibilidades de ver muertes inesperadas, lo cual las convertía automáticamente en posibles y esperables. Ojo que yo no digo que aquello fuera mejor o peor que lo que hay ahora, pero es importante señalar estas diferencias. Hoy, sin embargo, la muerte está enterrada bajo capas de un sedimento tremendo. En nuestra vida actual, podemos tirarnos semanas e incluso meses sin recordar que vamos a morirnos.
Ya digo que últimamente la muerte se me aparece, y es una experiencia que no mola nada. Afortunadamente se trata de versiones más bien tangenciales del hecho del fallecimiento, concretadas de momento en casos de enfermedad grave y repentina. Y además son apariciones que están produciéndose a cierta distancia de uno mismo, y no en mis proximidades más inmediatas. Pero tienen unos rasgos comunes: estoy encontrándome casos de personas maravillosas que durante años se han dedicado a trabajar sin descanso y que de repente son sorprendidas a edades tempranas por un diagnóstico médico horripilante. En estos circunstancias, la aparición de la muerte es más violenta porque las personas que la sufren eran las que menos tiempo habían dedicado a pensar en su eventual llegada.
Por lo que podemos observar, la aparición de la muerte en estas circunstancias deja en el afectado una sensación muy desagradable: la sensación del tiempo perdido. Por un lado, uno descubre que su tiempo futuro es limitado y va a agotarse, y por otro lado uno descubre que el tiempo que ha tenido hasta ahora ha sido malgastado en cosas que de repente no tienen ninguna importancia. Las expresiones de miedo, tristeza y angustia del final de la vida se juntan con la cara de tonto que a uno se le queda por haberse dedicado con enorme ahínco y grandes energías a bobadas completas.
La observación nos dice que este escenario es muy difícil de digerir. No podemos recomendar nada que pueda arreglar semejante entuerto, entre otras cosas porque no tenemos experiencia y porque además somos unos indocumentados absolutos en los campos de la psiquiatría, la medicina, las relaciones familiares y en casi cualquier otro ámbito del conocimiento humano. Parece evidente que cuando uno se vea en esta situación podrá comprobar de qué pasta está hecho y qué tipo de reacciones tiene.
Pero aquellos que aún no hemos tenido la visita directa y fatídica de una enfermedad grave tenemos la oportunidad de parar ahora y pensar un poco. Como hemos dicho, pararse y pensar en la muerte va en contra de la corriente general del mundo, y en concreto pensar en la muerte parece una pérdida de tiempo dado que es un hecho inevitable y absoluto. La fe puede mitigarlo, y que sea en buena hora, pero abandonar este mundo es marcharse del único mundo que ustedes y yo conocemos, y dejar a nuestros seres queridos es dejar a los únicos seres queridos que uno conoce. O sea, que pensar en la muerte no la erradica. Ahora bien: hay que parar y pensar. Pensar en la cantidad de idioteces que hacemos, o más bien en la cantidad de idioteces que nos preocupan (no tiene nada malo hacer el idiota siempre que sea divertido). Pensar en el tiempo que no estamos con las personas que nos gustan porque estamos perdiendo el tiempo haciendo cosas preocupantes que no tienen ninguna importancia. Pensar en el poquísimo tiempo que estamos con las personas que nos importan, tiempo que además empleamos no en proporcionarles paz sino en fastidiarles la vida. Pensar en la cantidad de tiempo que dedicamos a creer que somos gente importantísima. Pensar en que todo esto no es más que la acumulación de factores que nos llevan de cabeza a hacer el ridículo, pero no el ridículo gracioso y puntual, sino el ridículo definitivo.
Yo creo que, por desgracia, hay que acordarse de la muerte muy a menudo. Eso tiene la desventaja de quedar como un cenizo asqueroso y de que a veces viene acompañado de momentos depresivos, pero tiene la gran ventaja de que podría llevarnos a verlo todo de otra forma, a modificar nuestras costumbres y a evitarnos en cierto modo la cara de tonto.