Cuando uno se encuentra en un gran aeropuerto tiene varias opciones para ir pasando el rato, opciones que en realidad giran en torno a la idea del consumo. El consumo es el principal pasatiempo contemporáneo. Por lo que parece, se considera que los viajeros solamente necesitan consumir para que el tiempo de espera transcurra rápidamente. En un aeropuerto, se puede comer de todo y comprar casi cualquier cosa. De entre todos los comercios que operan en un aeropuerto todavía quedan algunos quioscos o librerías, pese a que se sabe que buena parte de los transeúntes ya vienen provistos de algún dispositivo electrónico apto para la lectura. Uno podría interpretar que, por una cuestión de espacio y de eficiencia, en las librerías de los aeropuertos se concentra el núcleo de la oferta libresca más decantada y consolidada. Y una de las cosas que llaman la atención de cualquier observador es que en las librerías de los aeropuertos hay solamente dos tipos de libros: las novelas históricas y los libros llamados de autoayuda. Los cerebros del marketing moderno han decidido que esos dos géneros son los que interesan al comprador del aeropuerto. ¿Por qué?
Las novelas históricas son unos artilugios en franco auge. La torrentera de ejemplares de este estilo literario que se editan al año es descomunal. La crisis del libro no parece afectar a la novela histórica, que va viento en popa. Uno diría que los motivos por los que las novelas históricas se venden como churros son dos: en primer lugar, estos libros se leen porque están confeccionados con una técnica novelesca a prueba de bombas. Uno coge alguna de estas novelas y se la ventila como si nada, cosa que sin duda tiene un gran mérito. La arquitectura de estos libros es imbatible, y el hilo que siguen no se suelta fácilmente. El lector queda completamente abducido. Todo esto es digno de aplauso, naturalmente. La segunda razón del éxito actual de la novela histórica está, creo yo, en el barniz cultural que tiene este género. El lector de un aeropuerto, por ejemplo, no ha tenido nunca tiempo para conocer en profundidad qué pasó en la Alta Edad Media, y leyendo una de estas novelas se lleva la impresión de estar culturizándose, por decirlo de un modo inteligible. Por tanto, una novela de éxito rotundo sería aquella en la que un monje del siglo XII va desvelando un misterio relativo a alguna orden de caballeros templarios en la que están produciéndose unos asesinatos en cadena. La arquitectura de esta novela de suspense le tendría a uno en vilo y se uniría a la impresión de cultura, de aprendizaje de la Historia, que es una impresión que al lector le halaga y le reconforta. Personalmente, yo tengo una prevención con respecto a la novela histórica, pero es una prevención puramente mía y más bien caprichosa: cuando intento leer una novela histórica, cada dos párrafos me salta en toda la cara el truco, el andamiaje, la técnica, la presencia del escritor contemporáneo. Si leo, por ejemplo, que «el rey Fernando de Aragón se levantó de la cama y contempló el panorama desde la ventana de sus reales aposentos en Madrigalejo», a mí me sale espontáneamente un «¡Anda ya!» de incredulidad, porque yo veo al escritor contemporáneo sentado en su oficina ante un ordenador Apple imaginándose todas estas contemplaciones de Madrigalejo. También suelo tener problemas con el lenguaje, y si leo que el Almirante Nelson «decidió entonces hacer balance de la situación» tiendo a pensar que en 1802 nadie se decidía a «hacer balance», y mucho menos un oficial naval británico, por ser este «hacer balance» una expresión más perteneciente a nuestro mundo contemporáneo, y en concreto al área de la contabilidad. Todo esto me previene a la hora de leer una novela histórica y me impide ponerme a escribir una, cosa que probablemente me daría algún rendimiento económico. Por tanto, he aquí una situación muy negativa para mí, que no tiene grandes posibilidades de solucionarse. Por fortuna, como lector me quedan las novelas antiguas, que no históricas, que son aquellas en las que el escritor era contemporáneo de sus personajes. Si quiero saber cómo se vivía en el Siglo de Oro, me leo el Lazarillo de Tormes, que es, además, una novela muchísimo más entretenida que las de templarios.
Y luego está el indescriptible mundo de los libros llamados de autoayuda. En los aeropuertos hay toneladas de volúmenes dedicados a que mejoremos como profesionales y como personas. Es evidente que la término autoayuda es un disparate porque el libro es el que nos ayuda, no nosotros mismos. Si nosotros pudiésemos autoayudarnos no necesitaríamos ningún libro. Pero, aparte de este detalle nominal, lo cierto es que este mundo de los libros de ayuda tiene unas dimensiones escalofriantes y debe de mover unos dinerales de padre y muy señor mío. Se entiende que los viajeros de un aeropuerto necesitan ayuda. Como uno imagina que los grandes usuarios de líneas aéreas son los profesionales de la empresa, más o menos cualificados, uno tiene la impresión de que los editores y libreros de las cadenas de los aeropuertos han descubierto que nuestros viajantes, técnicos, directivos y altos ejecutivos son unas personas con un déficit cultural considerable y con una gran necesidad de ayuda. Y, en consecuencia, los libreros ponen a su disposición las novelas históricas (que aportan erudición de forma amena) y los libros de autoayuda (que tratan de resolver los problemas de funcionamiento que parecen tener nuestros transeúntes aeronáuticos).
La parte buena de todo esto es que la industria del libro ha encontrado un asidero mínimo que funciona muy bien, porque estas tiendas de los aeropuertos siguen abiertas y vendiendo libros a buen ritmo. La parte menos buena es que uno puede llevarse la impresión de que nuestros usuarios de aeropuertos, los que van en avión continuamente, y que constituyen la flor y nata de nuestro sistema comercial y económico, son personas con un alto grado de especialización formativa y, por extensión, con grandes carencias culturales; y además son profesionales con una necesidad enorme de recibir ayuda, o autoayuda, como ustedes prefieran.