Esta semana celebro mi cuarenta cumpleaños. Entrar en la cuarentena es para algunas personas una cosa de una importancia simbólica indescriptible. Por muy buenas perspectivas que uno albergue, es obligatorio reconocer que tener cuarenta años o más le pone a uno en la segunda mitad de su vida. Ahora bien: la esperanza de vida va subiendo anualmente de forma regular y hay algunos médicos de renombre que afirman que dentro de no mucho tiempo la gente podrá vivir hasta los cien años con relativo confort, dentro de lo confortable que puede estar un tío de cien años de edad. En todo caso, tener cuarenta años es casi igual que tener treinta y nueve pero todos sabemos que no es lo mismo, ni mucho menos. Los cuarenta pesan.
El escritor Josep Pla afirmaba repetidamente que la vejez es un proceso de enfriamiento general, y eso parece un hecho que no admite discusión. Contra ese enfriamiento autónomo de nuestros cuerpos y espíritus, las personas tratamos de rebelarnos a base de calentamiento dinámico, de movimiento. Las personas que se resisten a envejecer tienden a moverse. Algunos se mueven en una dirección puramente estética, y deciden someter a su cuerpo a tratamientos físicos agresivos, llegando incluso a acometerse algunas intervenciones quirúrgicas. No hemos explicado en este blog con suficiente contundencia lo grave que nos parece someterse a cirugía por motivos alejados de la pura salud y de su mantenimiento. En el mundo de hoy, las operaciones de cirugía estética se practican con una tranquilidad y una facilidad rutinaria que causan verdadero espanto. Y estamos tan acostumbrados a ello que proliferan los cirujanos frankensteinianos escalofriantes, unos cirujanos multimillonarios que perpetran carnicerías por motivos tan endebles como los estrictamente estéticos. Es tremendo.
Luego hay otras personas de las que en estas páginas virtuales ya hemos hablado muchas veces, que son las personas que combaten el paso del tiempo usando como armamento la actividad deportiva enloquecida. Esto es otra majadería sin sentido, aunque al menos no suele costar mucho dinero, y hay que reconocer que en esta actividad deportiva extrema no intervienen especialistas médicos provistos de bisturíes ni de navajas albaceteñas. Pero el objetivo de todo esto está muy claro: detener el paso del tiempo. Como esa detención es imposible, se trata de detener los efectos que el paso del tiempo tiene sobre nosotros.
Muchas de las personas que buscan detener su envejecimiento suelen obtener resultados puramente ridículos. Algunas, sin embargo, tienen buen aspecto y dan el pego. Pero este éxito es externo, de chasis, porque la mente humana choca continuamente con los efectos del tiempo. Un señor cincuentón con buena pinta es un hombre que se siente divinamente hasta que observa a su hija, que tiene veintitantos y que es una mujer adulta y completa. El cincuentón que mira a su hija se siente viejo de golpe. La experiencia sensorial nos devuelve recurrentemente al punto exacto de nuestra vida en el que nos encontramos, que es un punto determinado del camino a la decrepitud senil. La gente que va cumpliendo años tiene al menos dos encontronazos diarios con su edad exacta, y esto contando con que no le duela ninguna parte de su cuerpo, cosa que podemos describir como imposible. La cabeza nos trae nuestra edad con una frecuencia muy desagradable y el cuerpo, a base de dolores y de disfunciones, nos recuerda lo cascados que estamos.
Este panorama es terrorífico. Desde este blog no tenemos ninguna receta milagrosa que proporcione algún consuelo ante la potencia arrasadora del paso del tiempo. Lo que sí que podemos hacer es una pequeña descripción de nuestras propias circunstancias. Yo he cumplido cuarenta años y no encuentro nada negativo en ello. Probablemente esto sea porque mi manera de funcionar lleva ya muchos años siendo la de una persona vieja. No realizo prácticamente ninguna actividad deportiva, y me he inclinado de manera natural hacia un escepticismo bienhumorado que es de gran provecho para el enfrentamiento con la vejez. Me sale de forma espontánea el pesimismo esperanzado, que nos vacuna contra las decepciones tremendas que uno puede tener. Sospecho que esto funciona solamente si es espontáneo. Manuel Azaña escribió (citando a alguien) que «los placeres en proyecto son el origen del infortunio». Esto es una reflexión fría y a posteriori, y no puede servir como guía de funcionamiento, porque hay que ser un verdadero enfermo mental para prohibirse a uno mismo tener unos mínimos proyectos por miedo a que se trunquen: sin esperanza, sin una sola gota de esperanza humana, más o menos disparatada, no hay forma de ir tirando. Un hombre completamente desesperanzado es un suicida a la espera.
Por tanto, y sin que tengamos el propósito de salvar la vida de nadie, sí que podemos decir que la mezcla de escepticismo, aceptación física y esperanza absurda es lo que hace que uno tenga un funcionamiento positivo y plausible. Y es conveniente que, de fondo, exista el ánimo diario de levantarse de la cama por las mañanas. Ese ánimo se deriva de la esperanza pero requiere estímulos externos. Uno puede querer levantarse de la cama porque tiene ganas de conducir su coche, o de tocar el oboe, o de jugar al cinquillo. Cualquier motivo sirve si nos funciona como motor. El amor y el agradecimiento son motores importantísimos. En mi caso, la presencia de mi mujer y de mis hijos ejerce un efecto de propulsión espectacular.
Pero qué sabré yo. Hagan ustedes lo que puedan, queridos lectores, y, si les funciona, bienvenido sea.