La semana pasada murió a los 91 años el escritor Ramiro Pinilla. Una de sus primeras novelas, titulada Las Ciegas Hormigas, ganó el Premio Nadal en 1960, y en 1971 su novela Seno fue finalista del Planeta. Pese a esos éxitos literarios, relativamente prematuros (digo relativamente porque Pinilla ya era un cuarentón para esta época), este señor se mantuvo durante las siguientes cuatro décadas en una completa marginalidad editorial; se enfrentó con los grandes editores nacionales y decidió recluirse en su casa y publicar sus novelas en una editorial fundada por él mismo (Libropueblo), con una tirada reducida y a precio de coste. Pinilla vivía en Getxo (Vizcaya) como un hombre ascético y más o menos absurdo. Y cuando ya tenía casi ochenta años se reencontró con el negocio literario a través de la editorial Tusquets, que publicó con gran fanfarria Verdes Valles, Colinas Rojas, un novelón descomunal, en tres volúmenes de un peso tremendo, escritos por Pinilla a lo largo de veinte años. Estos tres libros, que glosan profusa y dramáticamente la vida en Getxo desde finales del siglo XIX hasta finales del siglo XX, tuvieron una difusión masiva y le dieron a Pinilla el Premio Euskadi de Literatura 2005, el Premio de la Crítica en 2005 y el Premio Nacional de Narrativa en 2006.
Como escritor, Pinilla era discípulo de García Márquez y era sobre todo un faulkneriano recalcitrante, y a veces este rasgo puede desalentar al lector más pusilánime; en Verdes Valles hay que tener una buena disposición de ánimo para lidiar con determinados cambios de narrador, o para seguir el hilo del stream of consciousness de los personajes. Pero Pinilla usaba estas herramientas sin intenciones egocéntricas o pedantes, sino que lo hacía con ánimo de transparencia, para reflejar sus abstracciones mentales. Porque Pinilla era en esencia un partidario absoluto de la claridad semántica y tendía a tratar de no caer en la voluta barroca; simultáneamente, este autor entendía la novela como un artefacto en movimiento. Ésa es una de las razones por las que su famosa trilogía es adictiva: son libros vivísimos, frenéticos, sin recensiones ni descripciones. En esta obra todo el mundo entra, actúa y sale. El avance de la novela era una preocupación básica en la escritura de este autor.
Pinilla fue un personaje que mantuvo unos conceptos de la compasión y de la justicia verdaderamente demenciales, extremos, conceptos que ocupaban un lugar preponderante en su vida y que le llevaron a los extrarradios sociales y literarios. Pinilla fue un hombre que, por culpa de su propia coherencia extrema, vivió bajo unos parámetros de frugalidad indescriptibles, y tuvo relaciones pirotécnicas con todos los agentes de peso que hubo en su época, y esto de pirotécnicas lo digo en sentido estricto: la administración franquista quemó (¡literalmente!) una colección de cuentos que se editaron bajo su dirección en los años setenta (y, una vez quemados, Pinilla los reeditó bajo el título de Cuentos Incombustibles); y, por otra parte, la sede de su periódico Galea ardió en los años ochenta después de ser atacada con cócteles molotov por aquellas personas que han manejado los explosivos como instrumento dialéctico.
Yo conocí a Pinilla a finales de los años noventa. Por entonces, Pinilla, que tenía ya casi ochenta años, presidía en Getxo una especie de taller literario en el que gente muy joven leía sus propios papeles, papeles que eran después debatidos y ponderados por los contertulios. Aquellas reuniones podrían haber sido un disolvente magnífico de vocaciones literarias, dado que en el gremio de los escritores existe una inclinación indiscutible hacia la lapidación y hacia el canibalismo sindical; no obstante, una de las funciones de Pinilla en aquellas reuniones era la del contrapeso. Pinilla defendía sistemáticamente a los asistentes más débiles; veía cosas positivas en cualquier texto, y tenía un talento evidente para el elogio compasivo, que él conseguía justificar de una manera u otra. Pinilla escuchaba nuestras deposiciones literarias con una paciencia asombrosa y encontraba algún adjetivo medianamente elogioso para todo. En aquella época Pinilla estaba terminando su trilogía definitiva, y consideraba que sus Verdes Valles, Colinas Rojas eran un berenjenal delirante e impublicable. La modestia de Pinilla era genuina; las dudas sobre el valor de su obra eran auténticas; recuerdo que una vez leí en el taller un papel que yo había escrito y me dijo que aquello estaba muy bien, pero que no me confiase porque su criterio no valía nada: “Fíjate si soy una persona absurda que tengo casi ochenta años y sigo siendo comunista”.
Esta naturaleza dubitativa de Pinilla le podía hacer proclive a la inacción y a no escribir, pero estaba perfectamente compensada por su voluntad, su empecinamiento literario, su vocación suprema. Pinilla solía decirnos que para escribir bien no bastaba con saber escribir bien, sino que había que escribir. Escribir, escribir y escribir, a diario, sobre papel normal, milimetrado o por detrás de las quinielas, como escribía Josep Pla. Pinilla escribió sin detenerse, contra toda lógica, en una dinámica contraria a las leyes mercantiles modernas o a la economía.
Pinilla se quedó asombrado ante su propio triunfo literario, a los ochenta años de edad y con una novela de muy difícil manejo y hechuras. Pero, por suerte o por desgracia, ese triunfo se produjo cuando él mismo era precisamente un viejo y ya se había acostumbrado a no entender nada.