La murga

Si uno está en la playa, en el metro o en cualquier vía pública, podrá darse cuenta de que hay un número determinado de ciudadanos que va por ahí con un transistor encendido y que escucha música constantemente. Cuando digo transistor espero que se me entienda: los artilugios que ponen en marcha estas personas ya no son transistores, sino que ahora son Ipods, smartphones o tabletas, pero el uso que les dan es el mismo que se le daba al antiguo transistor; por lo que vemos, estos cacharros contemporáneos se ecualizan para emitir música con unos niveles de calidad sonora, profundidad y definición perfectamente nulos. También hay un número de personas (número aún mayor) que circula con auriculares y que previsiblemente jamás se quita estos artilugios, viviendo así en un aislamiento completo y definitivo. Podemos concluir que hay mucha gente que requiere unos mínimos de ruido y de murga en sus vidas. Para estas personas, el silencio es un valor negativo.

¿Cuál es el motivo por el que se huye de la quietud acústica? A la vista hay dos explicaciones posibles: la primera sería una falta de paciencia derivada de la inercia y de la costumbre: si uno vive siempre rodeado de ruido, tiende a pervivir en ese hábito, y por tanto pondrá la radio en cuanto se suba al coche, o encenderá la tele en cuanto llegue a casa; en un caso extremo, este adicto tendrá funcionando otros electrodomésticos ruidosos por la pura dependencia del ruido, y será capaz de encender la batidora aunque no quiera picar nada o el secador aunque no tenga el pelo mojado.

La segunda explicación podría venir de la propia esencia del silencio. El silencio es un estado ambiental vacío, y en cuanto uno se ve inmerso en este vacío hay una tendencia natural a llenarlo. Lo normal es que uno, cuando está en silencio, empiece a pensar un poco, lo cual es peligrosísimo porque la realidad tiene aspectos muy negativos y porque discurrir puede llevarnos a contemplarlos en toda su truculencia. Si alguna persona no tiene la destreza mínima que requiere el pensamiento reflexivo, el silencio puede llevarle a recordar, y ese recuerdo puede ser aún peor que la reflexión. El recuerdo de asuntos negativos nos devuelve las tragedias que hemos pasado, y a revivirlas, y el recuerdo de cosas alegres y positivas nos conduce a darnos cuenta de que muchas veces el tiempo pasado fue mejor y es un tiempo que nunca volverá. En ambos casos, la situación en la que uno queda es desagradable. Por tanto, enchufar un transistor tiene unas propiedades evasivas indiscutibles.

Evidentemente, la música que sale de esos transistores suele ser de una estridencia implacable. La gente que está todo el día conectada a sus auriculares escucha reaggetón, heavy metal o rumba enloquecida. No hay nadie que esté en el metro escuchando nunca a, por ejemplo, Leonard Cohen, cuando resulta que muy probablemente Cohen sea uno de los cantantes que podrían hacer que la ruptura del silencio tuviese un gran provecho anímico. Leonard Cohen es un señor muy mayor que susurra sus canciones con una profundidad cavernosa y que trae unos argumentos líricos y sexuales de gran categoría, siempre sin abandonar esa jovialidad irónica que es síntoma de inteligencia. Cohen mantiene a sus casi ochenta años una capacidad sensorial envidiable y sabe canalizarla a través de una gran habilidad expresiva, y esta combinación hace que los hombres le admiremos y que las mujeres entren en un suave trance. El hecho es curiosísimo, porque podemos comprobar cómo hay muchas mujeres inteligentes, jóvenes y atractivas que se reblandecen considerablemente al oír o al ver a este septuagenario, que además es un hombre que por lo visto jamás ha sido objeto de ningún tipo de restauración cosmética, lo que significa que en estos momentos aparenta los casi ochenta años que tiene. Habría que hacer un recuento y un estudio del currículum sentimental de este señor Cohen, que debe ser una cosa que quita el hipo, porque si a su edad actual es capaz de conquistar a una mujer sólo con la mirada, con la voz y con su perspectiva vital, vaya usted a saber lo que hacía cuando tenía treinta o cuarenta años y estaba en su plenitud física.

El problema es que Cohen es un músico que tiende al silencio: su música es un susurro nocturno de placidez, con lo que Cohen no tapa el silencio ambiental, sino que se funde con él. En consecuencia, es probable que esta música no cumpla los mínimos de estridencia que el usuario de un Ipod exige para su murga infame; incluso es posible que esta música no sea la adecuada para ser escuchada mientras se conduce un vehículo o mientras se maneja maquinaria pesada, porque puede provocar un estado letárgico que nos lleve a la relajación de los sentidos y al sueño.

Pero entre Cohen y el ruido caribeño hay muchísimas posibilidades musicales. El catálogo de artistas entretenidos, inteligibles y con cierto vigor rítmico es inagotable. El problema fundamental es que verdaderamente no hay un ánimo de escuchar música, sino que lo que hay es una búsqueda de la neutralización del silencio, por los motivos que hemos tratado de explicar antes. Esta dinámica nos lleva a la inopia cerebral y al estado vegetativo colectivo, y además va a propiciar un deterioro anatómico de nuestros órganos de audición: el ruido existe y es cada vez mayor, y vamos a acabar sordos. Y no solamente van a ensordecer los propietarios de los transistores, sino que también los demás vamos a acabar como tapias, lo que es una injusticia de proporciones importantísimas. Lo único justo de todo esto es que, en una trayectoria circular, los que llevan auriculares van a acabar en el lugar físico del que trataban de huir, que es el lugar del silencio, pero el silencio por la vía de la sordera.

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