El olor humano

No sabemos muy bien si los gustos se educan o si van inscritos genéticamente en nuestra esencia personal. La dificultad para elaborar alguna ley general en este sentido es completa. Algunos expertos consideran que el gusto es puramente instintivo y responde exclusivamente a impulsos que no son racionales; otros dicen que el gusto viene marcado por la experiencia, la educación y el ejemplo recibido, y concretamente el ejemplo de padres, profesores y demás figuras de autoridad. ¿Por qué a un niño le gustan las alcachofas y a otro no le gustan? Parece evidente que hay un cierto elemento educacional, y que si nos ofrecen desde pequeños cosas que en nuestro pequeño sistema de relaciones se consideran buenas, hay muchas posibilidades de que a nosotros nos gusten estas cosas. Ahora bien: si seguimos a rajatabla las teorías educacionales, tendríamos que concluir que dos niños de una misma familia deberían compartir buena parte de sus gustos, pero todos sabemos que eso no es así. Cualquier persona que haya tenido algún hermano puede dar testimonio de estas divergencias, que son las que provocan que uno de los niños se coma todas las lentejas y que por el contrario su hermano tenga que quedarse sentado a la mesa hasta que se las termine, cosa que alarga la cosa hasta límites de tensión insufribles. Incluso algunos niños han tenido que comerse las acelgas en el descansillo de la escalera, una medida disciplinaria que, por otra parte, no tiene ni pies ni cabeza.

Todo esto viene a cuento porque va pasando el tiempo y todavía nos asombran las diferentes maneras de afrontar el hecho del olor, y en concreto del mal olor. En la sociedad moderna hay un relativo consenso sobre cuáles son los malos olores, esos olores que de forma más o menos corriente son insoportables para una inmensa mayoría de la población: el olor de los excrementos de cualquier procedencia, el de la basura, el de la putrefacción general de los elementos orgánicos, el olor emitido a la atmósfera por la industria papelera, etc. Sin embargo, se puede observar que no hay un consenso claro sobre el olor corporal. Hay un número de ciudadanos, probablemente mayoritario, que reconoce un acervo común de clasificaciones de los olores corporales, y que coincide en valorar positivamente el olor a ropa limpia, o los aromas de algunos perfumes o colonias. Y luego hay un grupo de personas que, por lo que parece, interpretan este sistema de valoración de una manera completamente opuesta. Son las personas que, según el criterio del primer grupo, no huelen excesivamente bien. Podemos interpretar que estas personas de olor digamos discutible consideran que ellos huelen divinamente, porque de lo contrario habrían puesto en marcha ya alguna iniciativa para que ese olor cambie; salvo excepciones muy destacadas, las personas en España tienen acceso general a una determinada cantidad de agua corriente y a un catálogo amplísimo de productos destinados al enjabonamiento corporal.

Dadas estas circunstancias, los ciudadanos de este segundo grupo (llamémosle oloroso) persisten en su política aromática particular, y consideran su olor propio como un asunto perfectamente correcto y tolerable. Y la pregunta que cabe formular es la siguiente: ¿de dónde viene tal disparidad de criterios? Los partidarios de la teoría educacional del gusto argumentarán que las personas que aceptan determinados olores lo hacen porque son los olores que estas personas han percibido como idóneos desde siempre. Por el contrario, los que opinan que el gusto no es educable dirán que uno nace con unas preferencias rígidas y con unas glándulas pituitarias especiales, diferentes, y que anatómicamente presentan grandes diferencias con las del resto de seres humanos.

Ante esta dicotomía irresoluble, hay una tercera opción, que es la de la habitualidad. La observación de la realidad nos permite afirmar que la costumbre nos incapacita para recoger con los sentidos determinados matices. Por decirlo más simplemente: la exposición continua a una cosa anula nuestra capacidad de valorarla. Cuando vamos a cenar a algún asador con parrilla, no percibimos la exposición a las emanaciones aromáticas hasta que alguien fuera del asador nos mira arrugando la nariz y nos pregunta si hemos estado saltando en una sanjuanada o friendo unas chistorras. Este fenómeno, llevado a periodos más largos, es lo que puede explicar la convivencia diaria con determinados olores corporales: el olor con persistencia es un olor que anula nuestros sentidos y que deja de existir para nosotros. Suponemos que la persona que emite desde hace años un olor dudoso ha propagado ya ese olor por su domicilio, por el interior de su automóvil particular, por su cubículo laboral y ha conseguido adherírselo a su perro, un schnauzer mediano. Esta extensión es arrasadora y trastoca el sistema sensorial de todos los implicados, incluido el del pobre schnauzer.

Lo mismo nos pasa con nuestras parejas, pero al revés: convivir con ellas todos los días neutraliza nuestra capacidad para ponderarlas positivamente, y por desgracia muchas veces tiene que venir una tercera persona con ánimos invasivos para hacernos ver que nuestro cónyuge es un buen cónyuge. Tan bueno que esta tercera persona ha venido para robárnoslo.

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