El rey ha decidido abdicar. Esta decisión es importantísima y pone a los españoles de hoy en día en un escenario insólito para gran parte de la población, que no pudo vivir el último cambio en la jefatura del Estado, cambio del que han pasado ya treinta y nueve años. Gracias a las nuevas tecnologías, en sólo veinticuatro horas tenemos ya todas las reacciones públicas de los políticos, de los analistas, las expresiones jocosas del público cibernético y chanante, e incluso se han convocado y celebrado manifestaciones, sentadas y festivales al aire libre a favor de la abolición de la monarquía. Esta velocidad de los acontecimientos tiene sus ventajas pero también presenta inconvenientes, puesto que todo es fulgurante y espléndido pero a la vez todo tiene una fuerza y un peso específico más bien endebles. La consumición de trending topics es tan voraz que a todos los trending topics se les va el gas muy rápidamente.
CIertos especialistas afines a la institución monárquica afirman que esta decisión del rey viene en un momento malo, puesto que, como suele decirse, el país está manga por hombro y este relevo puede ser aprovechado por los indignados, revoltosos, separatistas, y demás para provocar un cambio de régimen. Algún comentarista ha querido comparar esta situación de hoy con la que se produjo en abril de 1931 cuando el abuelo de Juan Carlos I abandonó su puesto tras unas elecciones municipales y provocó con su huida la llegada de la Segunda República, o el advenimiento de la República, como se dice muy acertadamente (puesto que la Segunda República vino sola, sin que nadie la trajese y sin que nadie pegase un solo tiro). Las diferencias entre la situación de entonces y la de hoy son varias y muy significativas: Alfonso XIII consideró que ya no tenía el afecto de su pueblo, se fue conduciendo su coche hasta Cartagena y de allí zarpó a Marsella, dejando al país sin un plan de funcionamiento conocido y en medio de una incógnita fabulosa. En cambio, su nieto no se marcha conduciendo ningún vehículo (aunque sea lo que le pida el cuerpo), sino que se queda físicamente y le pasa el testigo al Príncipe de Asturias porque considera que la situación, siendo mala, es recuperable, con lo que, en principio, el rey actual no deja al país en medio de ninguna incertidumbre administrativa (en principio).
Pero sí que hay similitudes entre abuelo (Alfonso XIII) y nieto (Juan Carlos I): ambos han reinado casi cuarenta años; ambos lo han hecho durante un periodo de crecimiento económico y de relativa paz; ambos han visto cómo las circunstancias iban torciéndose para la institución que representan; y ambos han acabado interpretando la voluntad popular de una forma similar: en términos de desafección. En el caso de Alfonso XIII, el rey pensó que el pueblo no estaba con él, aun cuando en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 el número total de concejales monárquicos fue superior al de concejales republicanos; en las ciudades, sin embargo, la mayoría republicana fue inmensa. Juan Carlos I ha abdicado justo después de unas elecciones europeas, elecciones que por su configuración y su irrelevancia práctica son las más heterogéneas que existen; en estas elecciones, los partidos que discuten la esencia del régimen o que directamente están a favor de abolirlo han obtenido casi un 50% de los votos totales.
Una vez expuestas las similitudes, es conveniente que alguien se tome un rato para ver lo que pasó en los años treinta y para tratar de que determinadas cosas se hagan un poco mejor que en aquel momento. Los gobiernos del periodo constituyente de la República llegaron con gran vigor y legislaron de una forma tan contraria al temperamento del país que, en cuanto la ciudadanía pudo ir a votar (en noviembre de 1933), se vio que ese pueblo republicano y desafecto al rey se había vuelto de nuevo francamente monárquico por pura reacción, y ese pueblo desafecto con la tradición votó de forma masiva a las derechas. O sea, que en realidad los españoles de 1931 habían presenciado el proceso republicano con alegre curiosidad y muy poco después constataron que la administración beligerante y demencial no era una idea tan buena.
Lo que aquí estamos tratando de decir es que la interpretación de la voluntad popular es una cosa dificilísima incluso para alguien tan agudo y privilegiado como un Jefe del Estado. Por ejemplo: ayer se reunieron en la Puerta del Sol 20.000 manifestantes republicanos. Uno ve por la tele a esa muchedumbre rebosante y festiva y tiende a pensar que el nuevo régimen ya está aquí. Pero, ¿podemos decir que Madrid es en estos momentos una ciudad netamente republicana? En realidad, los votantes totales que componen el censo de la villa son alrededor de dos millones trescientos mil votantes, así que se puede afirmar que ayer se manifestó contra la monarquía un 0,86% de cuerpo electoral madrileño. En Bilbao, se concentraron 2.000 personas en la Plaza del Arenal, que abultan mucho pero que suponen un 0,7% del censo total. Por otra parte, hay que ser un mentecato completo para pensar que el otro 99,3% de los votantes está a favor del rey de forma monolítica y como un solo hombre, o que a todas estas personas les gusten los desmanganilles de Urdangarín o los episodios de Bostwana. El público ha mostrado por varias vías un cansancio constatable, y el régimen ha tenido días mejores. A partir de ahí, alguien puede decir que la gente ya es republicana y que además la república nos traerá un mundo maravilloso de color, de bienestar y de prestaciones sociales inagotables, aunque la experiencia nos dice que en estas cosas las decepciones suelen ser formidables y sabemos que un público decepcionado puede conducirse autónomamente al caos y a la destrucción general mutua.
La demoscopia en base a sondeos y manifestaciones es una actividad de una complejidad irresoluble. Para tomar la temperatura de las personas hay que votar. Pero si queremos que la gente vote, sería conveniente evitar la magia de la mixtificación y reducir al máximo la emisión de sulfuraciones demagógicas.