I’ll waste my heart on fear no more
John O’Donohue
Uno de los temas recurrentes en este blog es el de la paternidad: los niños, y la problemática general de su crianza. Evidentemente, este asunto aparece en el blog porque quien escribe aquí tiene hijos pequeños y se encuentra periódicamente con determinadas dificultades que podrían ser comunes a muchos de nuestros distinguidos lectores. Uno de los propósitos generales de este blog (y prácticamente el único que tratamos de cumplir) es el de la descripción de lo que a uno le rodea, y para ello intentamos ver lo que pasa y exponerlo con la mayor precisión y con una cierta economía sintáctica. Nuestra idea es la de alejarnos de la pontificación dogmática, porque la pontificación es una cosa aburridísima que en el mejor de los casos no aguanta en pie ni diez minutos y que en el peor de los casos provoca en el lector una sulfuración impresionante. A veces, no dar lecciones es muy difícil.
La paternidad, decíamos. Las personas con hijos pequeños tienen una desventaja sobre aquellas que no los tienen, y esa desventaja es el peso específico de los propios hijos, los hijos como institución. Los hijos abultan y pesan, y ese peso hay que soportarlo. Creemos que la expresión carga familiar es de una idoneidad redonda, y sospechamos que quien la inventó probablemente era una persona con mucho ojo para las cosas del mundo. En general, las personas con hijos tienden a la subordinación automática de sus propias pasiones, mientras que la persona que no tiene hijos tiene quizá menos respeto al futuro y puede hacer todo lo que su salud y su hacienda le permitan, dentro de unos relativos límites. Esto lo entiende cualquiera y no hay mucho más que añadir.
Por todo ello, en la mente de cualquier padre (cuando digo padre me refiero también a las madres, naturalmente) aparecen de manera periódica algunas sensaciones muy desagradables. Una de ellas es el miedo, el miedo a que nos pase algo a nosotros o a nuestros hijos. Esta sensación de miedo puede llegar a niveles obsesivos que provoquen la parálisis de nuestra voluntad. También existen muchísimas posibilidades de que ocasionalmente nos dé por pensar que la responsabilidad paterna ha acabado con nuestros sueños y con nuestras aspiraciones, por muy modestas que fuesen, ya que la llevanza de los hijos choca en muchos casos con las apetencias humanas, tanto por motivos económicos como por motivos de tiempo y de disponibilidad.
Por tanto, sabemos que el miedo y la frustración aparecen periódicamente en la vida del padre y hay una lucha abierta para que esas dos sensaciones no provoquen el colapso general de quien las sufre. La regulación del temperamento es una cosa dificilísima y que muchas veces está fuera de nuestro alcance, pero podemos observar circunstancias que atenúan el desánimo de algunos padres. El ex vicepresidente socialista Alfonso Guerra dijo que lo más bonito del mundo es la sonrisa de un niño. La frase no parece muy propia de este buen señor, que como sabemos era uno de los políticos menos caritativos, más incisivos y más corrosivos que hemos tenido en España, pero está visto que todos tenemos nuestro corazoncito y nuestras reservas de cursilería. Lo que el señor Guerra dice es que sentarnos con los hijos es a veces un buen tratamiento contra la locura de la paternidad (otras veces es contraproducente).
Hace pocos días, mis hijos querían ver la tele, y, para saltarme un poco la agotadora rutina de las series de dibujos animados, se me ocurrió ponerles la famosa película Mary Poppins (1964), de Robert Stevenson, con Julie Andrews y Dick Van Dyke. Como mis hijos tienen tres años y medio y dos años respectivamente, pensé que no iban a prestar mucha atención, así que decidí ponerles solamente una secuencia, y en concreto la escena en la que la famosa niñera ordena el cuarto de los niños usando su misteriosa magia mientras canta aquello del azúcar en la píldora que os dan, etc. Pues bien: en cuanto Julie Andrews se pone a cantar con su acaramelada voz de soprano, mis hijos entraron en un estado comatoso grave. Se quedaron tiesos, atentísimos y levemente sonrientes, con los ojos muy abiertos. Sus caras no eran las de la narcosis rutinaria de Dora la Exploradora o de Peppa Pig, que les provoca una sedación fofa, sino que era la cara del extasis completo y definitivo. Los niños estaban presenciando un espectáculo de luz y sonido completamente nuevo para ellos, y mientras tanto yo no miraba a la pantalla, sino que miraba a mis hijos, maravillándome ante su asombro y recordando además mi propia niñez, en una especie de revolera sentimental de muy difícil resistencia. Tendríamos que encontrarnos con un padre completamente desaprensivo y monstruoso para que consiga ver a sus hijos así y no se conmueva.
La conclusión de todo esto puede ser que hay veces en las que se nos ofrecen determinadas circunstancias idóneas para la compensación de todos los sinsabores de la vida y sería muy recomendable permanecer más o menos atentos, dicho sea sin ánimo de querer sermonear, claro está. Si yo llego a poner a mis hijos Mary Poppins y me largo de allí inmediatamente a hacer cualquier chorrada, me hubiera perdido estas caras.
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