La junta de la comunidad

Hace unos días estuve en una junta de comunidad de vecinos. Como sabe cualquiera que participe regularmente en estos acontecimientos, el propósito original de estas reuniones es revisar la actualidad económica del vecindario, aprobando o rechazando el presupuesto y ponderando las partidas de gastos comunes. Y como sabe todo aquel que haya estado en estas reuniones, la junta siempre acaba convirtiéndose en un foro estridente de quejas, rencillas, enemistades antediluvianas y cuitas particulares de los asistentes. Cada vecino lleva a la junta su reclamación personalísima y altamente soporífera, y emplea mucho tiempo en tratar de que alguien le arregle su problema particular; en términos generales, la mayor parte de los intervinientes exige alguna de estas tres cosas:

a) dejar de pagar algún servicio común que el solicitante asegura no utilizar nunca (una reclamación clásica del vecino de un piso bajo, por ejemplo, es exigir no tener que pagar las reparaciones del ascensor);

b) que el seguro de la comunidad pague alguna pequeña reparación que ese vecino ha llevado a cabo en su vivienda (son eternas las discusiones sobre si una tubería interior del piso es privativa o común); o

c) pedir la destitución del presidente de turno, que es un incompetente, un dictador o ambas cosas a la vez.

La junta de la comunidad se convierte, como digo, en una exposición sucesiva de las problemáticas particulares de los asistentes, problemáticas descritas de una manera prolongada, meticulosa y airada. Para un espectador más o menos templado, esta sucesión de gritos provoca al principio una tensión muy desagradable, aunque hay que decir que al cabo de un rato uno va acostumbrándose a los decibelios y, en virtud de lo soporífero de las reclamaciones que allí se escuchan, el espectador más o menos templado entra poco a poco en una modorra imbatible. Es conveniente no dejar que la somnolencia nos envuelva por completo, de cara a evitar los fatídicos ronquidos; si alguna vez roncamos en una junta de vecinos, entraremos de manera automática en la lista negra de enemigos de la comunidad, lista en la que uno puede entrar en un momento dado pero de la que nadie sale jamás. Un enemigo de los vecinos es un mal vecino por los siglos de los siglos, y su persona y sus bienes pasan a ser considerados como objetivos militares a eliminar.

Por tanto, en la junta hay que tratar de permanecer despierto como sea. Y no es fácil. Para no dormirse, el observador templado puede dedicarse a escrutar la personalidad de los asistentes, ejercicio de un indudable entretenimiento. En cualquiera de estas juntas, el observador experimenta lo mismo que cuando está en un aeropuerto viendo pasar a la gente: se tiende a imaginar cómo será la vida íntima de los transeúntes sólo por la pinta que tienen y en base a las palabras que les oímos pronunciar. Esta gimnasia de la imaginación tiene una muy escasa base real y una utilidad nula, pero en el fondo es un pasatiempo que no hace daño a nadie. En la junta de vecinos podemos encontrarnos con aparentes solteronas recalcitrantes, con hombres muy aguerridos que probablemente en su casa se comportarán como unos perfectos mininos, o con maníacos psicopáticos que podrían estar acumulando basura en su piso desde 1987. Una de las cosas que a mí me ha sorprendido de la última junta en la que he estado es el hecho de comprobar la influencia que la televisión tiene en nuestro espíritu. He visto que muchos de los propietarios que toman la palabra son espectadores recurrentes de alguna de las múltiples tertulias políticas y sentimentales que se emiten en los diferentes canales televisivos de España, porque muchos de los vecinos que intervienen tienen interiorizado el soniquete de los contertulios de la tele, y sus giros coloquiales, y sus muletillas demagógicas. Incluso los gestos de reproche, de hartazgo o de indignación han sido imitados, y supongo que de forma involuntaria. Algún vecino hasta hace pausas en su discurso esperando el aplauso del público. Por lo que parece, todas las juntas de propietarios tienen ahora su Francisco Marhuenda, su Javier Nart, su doctor Alfonso Cabeza e incluso su Karmele Marchante. Esta novedad es al principio muy graciosa pero luego es otro agente productor de tedio para el espectador, puesto que los gestos y frases hechas de contertulio estandarizado han taponado la verdadera personalidad de los vecinos de la comunidad y han dificultado la labor imaginativa del observador que trata de entretenerse un poco en la junta. Eliminar de la mente a la contertulia para imaginar la personalidad real de la vecina es un trabajo ingrato y complicado. Por otra parte, es muy posible que uno mismo, sin darse cuenta, también hable con sus amistades como un contertulio populista, en cuyo caso estaría bien que alguien nos lo señalase cuando nos oyera decir cosas como “yo he escuchado pacientemente tu intervención, y ahora te exijo que me dejes hablar a mí”, o como por ejemplo “te pediría que no pusieras en mi boca palabras que yo no he dicho”, frases de tertulia estridente que ponen la piel de gallina. Si alguna vez digo estas cosas en cualquier contexto, espero que venga alguien y me abofetee el rostro.

Finalmente, la junta acaba como acaban todas las juntas: con todo el mundo enfadado y con todos los vecinos votando en contra de hacer cualquier derrama que no sea imprescindible. Y, pese a ello, todas las derramas que se plantean acaban haciéndose, ya que todas las derramas planteadas son para unas obras de una importancia crítica y, si no se acometen (impresionante expresión del gremio de las reformas), si no se acometen esas reparaciones, nos dicen, tendremos unas consecuencias gravísimas y la comunidad quedará en una situación horripilante. Todo esto da mucho miedo pero nunca queda muy bien explicado.

Cuando se disuelve la asamblea, uno esperaría que los vecinos más quejosos y con más particularidades se quedasen un rato a tratar de resolver sus problemas con el administrador o con el presidente, pero lo curioso es que allí se marcha todo el mundo pitando. Este fenómeno es muy español y me hace pensar de nuevo en los aeropuertos: en un aeropuerto, cuando hay un retraso, los españoles protestan y gritan, se suben al avión vociferando, se pasan el vuelo a gritos y, cuando el avión aterriza, siguen gritando pero se marchan corriendo a casa. Un inglés, por ejemplo, no se queja del retraso durante el vuelo; permanece mudo y formal; y, al aterrizar, espera pacientemente en la cola de reclamaciones para poner una queja por escrito.

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