Todo el mundo coincide en señalar que el presidente Adolfo Suárez, que acaba de fallecer, era una persona seductora. Hay muchas evidencias de esa capacidad de seducción, y la principal es que Suárez consiguió trepar a toda velocidad por la pirámide del poder franquista siendo un don nadie, y, una vez arriba, logró incluso que los propios procuradores del Régimen, que formaban un mezcla muy importante de generales de la Guerra Civil y de carcamales elegidos a dedo, votaran a favor de destruirse a sí mismos en la famosísima e insólita aprobación de la Ley para la Reforma Política, aprobación que se conoció como el harakiri de las Cortes franquistas. Pero la capacidad de seducción que tenía Suárez se manifestaba diariamente: cuando Suárez aparecía por la tele a finales de los setenta, pidiendo paciencia y confianza a unos telespectadores que, por uno y otro motivo, estaban hasta el gorro, este señor provocaba un terremoto silencioso en el corazón de muchas ciudadanas españolas. Suárez tenía enamorada a una parte mayoritaria de la población femenina. Todos nosotros hemos tenido una abuela, una tía, una madre o una hermana colada hasta las trancas por el presidente Suárez, aunque muchas de estas mujeres lo hayan negado siempre. Este fenómeno de arrobamiento total se observa sobre todo en las mujeres, y de hecho los casos de enamoramiento televisivo masculino son reducidos; a un hombre le puede atraer físicamente alguna mujer famosa, pero es difícil que esa atracción se convierta en arrebato total. Por lo general, las palabras más arrebatadas que se oyen pronunciar a un hombre corriente con respecto a alguna actriz o cantante son que tal o cual actriz o cantante está un rato buena o, como mucho, que está muy buena.
Esta realidad nos lleva a considerar las diferencias con las que hombres y mujeres encaran el hecho amoroso. En términos generales, y con todas las cautelas que conviene mantener, podemos decir que la mujer filtra todos sus impulsos a través de las ramificaciones intelectuales y sentimentales, y mezcla en sus atracciones un conjunto de circunstancias, mientras que el hombre presenta en su cerebro varios espacios estancos y perfectamente diferenciados. Está demostrado que hay muchísimos hombres que son capaces de querer sinceramente a su mujer pero también de liarse con cualquier tiparraca en cualquier momento, y todo ello de forma simultánea y sin que a estos hombres se les mueva un solo músculo de la cara y sin que sientan el más mínimo remordimiento. Este fenómeno impresionante (y muy discutible desde un punto de vista moral) es lo que mantiene a toda vela el negocio de la prostitución femenina, un negocio que en España presenta unos volúmenes de facturación económica completamente colosales.
En el otro extremo tenemos a buena parte de las mujeres, que cuando cometen una infidelidad suelen ser víctimas de complicadísimos procesos mentales. Una mujer rara vez se lía con un hombre por el mero hecho de que ese hombre esté muy bueno, sino que en ellas la atracción sexual se mezcla con elementos afectuosos y racionales, y todo ello desemboca en un cafarnaún afectivo mayúsculo. Una mujer que pone los cuernos a su pareja tiende a dormir mal y a sufrir episodios psicológicos de inestabilidad y tormento, mientras que muchos hombres se lían con cualquier pajarraca y están capacitados para dormir a pierna suelta junto a sus esposas porque consideran que su canita al aire es un desahogo hidráulico puro y duro, que nada tiene que ver con el amor.
Es muy probable que algunas de nuestras distinguidas lectoras piensen que aquí somos unos retrógrados y unos trogloditas, y habrá quien crea que las cosas han cambiado y que hoy en día estas premisas tan tenebrosas han dejado de estar presentes en nuestra civilización. A todas estas personas hay que decirles claramente que, aunque la sociedad haya cambiado en todos los órdenes, el interior de los hombres y de las mujeres sigue siendo el mismo, y la prueba está, repito, en que la prostitución femenina es un hecho económico de unas magnitudes incontrovertibles, mientras que la prostitución masculina, comparada con la femenina, es una cosa insignificante, una broma.
Y todo esto nos devuelve a Suárez. El gran acierto estratégico de Suárez no fue restaurar las urnas, sino la restauración en concreto del voto femenino; una parte importantísima de las votantes optó por Suárez y fue a votar bajo el embrujo de su presencia. En el País Vasco, este fenómeno se dio además por partida doble, puesto que las mujeres de Euskadi estaban enamoradas de Suárez y también de Carlos Garaikoetxea, líder por entonces del PNV y hombre de una apostura indiscutible. Yo he visto a señoras de Bilbao llevando en su cartera una foto de Garaikoetxea como si fuera su marido (de hecho, no llevaban ninguna foto de su marido) y he visto a esas mujeres hablando de Garaikoetxea con los ojos soñadores. Garaikoetxea y Suárez formaban en la Transición una dupla imbatible en el corazón de las mujeres vascas, que los miraban como si estuvieran ante Clark Gable y Cary Grant.
Un hombre nunca haría eso. Un hombre puede apreciar la belleza o el atractivo de una candidata, y estaría dispuesto a tener con ella una cita sexual en cualquier lugar mínimamente romántico (como un urinario público o un garaje), pero nunca irá a votarle bajo su encantamiento. De hecho, el hombre medio tiene tantos prejuicios que piensa que, si una mujer es guapa, tiende a ser tonta o inútil.