Kafka y las alarmas

Incluso los individuos más agropecuarios saben que en las puertas de los grandes comercios suele haber unos sensores que se activan en cuanto alguien trata de franquear la puerta llevándose algún artículo sin pagar, y también es sabido que algunas veces los sensores saltan en falso, pitando como locos ante la presencia de alguna persona que, sin haber sustraído nada de la tienda, lleva consigo algún objeto particular que vuelve magnéticamente majara a la máquina detectora. Las personas reaccionan de forma muy diversa ante estos dispositivos tecnológicos, y, según esas reacciones, podemos establecer una serie de categorías.

En primer lugar, existe un porcentaje pequeñísimo de la población que roba cosas en las tiendas y que, además, pasa tranquilamente por debajo del arco de detección con el objeto robado, y estos señores lo hacen convencidos de que, cuando la alarma suene, podrán alegar cualquier disparate y conseguirán llevarse sin problemas el artículo sustraído. Esta mentalidad es descabellada y sólo demuestra que determinadas personas están vivas por pura inercia física, ya que, si el pensamiento reflexivo fuera una condición indispensable para que el corazón siguiese latiendo, estas personas se morirían. En segundo lugar, hay muchos ciudadanos que nunca roban y que por tanto cruzan siempre estos arcos de detección con total firmeza y con gran decisión, sin pensar en ningún momento que en ese trayecto pueda sonar la alarma. Estos ciudadanos son personas normales, con razonable confianza en sí mismos, y entienden que, como no han robado nada, no va a activarse ningún sensor. En tercer lugar tenemos al grupo más absurdo, que está formado por aquellas personas que, sin haber robado nada, se dirigen al arco de control con un cierto temor a que, contra toda lógica, suene la alarma, y esa activación de la alarma genere una serie de problemas.

Esto puede parecer increíble, pero ocurre, y a mí a veces me pasa. Yo soy un ciudadano que no roba nunca nada, y aun así de vez en cuando siento una pequeña inquietud cuando quiero salir por estas puertas magnéticas. La idea de que se active la alarma, aunque se active equivocadamente, me perturba. Cualquiera puede ver que, si saltase la alarma, el asunto podría resolverse en una conversación breve con el portero de la tienda, pero el hecho de que esta hipotética alarma errónea vaya a resolverse como un malentendido sin importancia no impide que el cerebro de algunas personas sea una fuente inagotable de paranoia. No queremos que suene la alarma por una anomalía magnética. No queremos poner cara de agobio ante un vigilante jurado. No nos apetece que este profesional de la seguridad nos revise el abrigo. Sospechamos que todo ello crearía un embrollo muy poco conveniente. Es probable que varios de nosotros hayamos visto demasiadas películas de Alfred Hitchcock (en las que el protagonista es casi siempre un hombre inocente que es perseguido sin motivo por la policía), o que algunos incluso hayamos tenido la suerte de leer al escritor checo Franz Kafka, fundador del género del terror administrativo; por Kafka sabemos que uno puede verse envuelto sin motivo en unos fenomenales líos jurídico-penales y acabar encarcelado aunque no sea culpable de nada, e incluso en Kafka hemos visto que la víctima de estos galimatías puede terminar aceptando mansamente su destino, pese a no saber de qué se le acusa. Kafka conocía la pusilanimidad de gran parte de los hombres y supo describirla con gran precisión expresiva. En España hemos tenido al director de cine García Berlanga y a su guionista Azcona, que eran dos kafkáfilos impresionantes: en sus películas, el personaje principal no consigue nunca nada y siempre se ve envuelto en unos desaguisados que hacen que el personaje llegue al final de la película en una situación mucho peor que la que tenía al principio.

El caso es que hay un sector humano (esperemos que muy reducido) que, en el fondo, siente un miedo cerval ante los líos operativos y ante cualquier figura más o menos autoritaria o policial. Este temor tiene un componente de paranoia disparatada pero también se basa en la observación de la realidad: en el mundo moderno y occidental, pleno de libertades, la centrifugadora regulatoria es tan vigorosa que hay siempre una puerta abierta al totalitarismo administrativo y a las detenciones preventivas, sobre todo cuando uno se encuentra en los aledaños de una alarma magnética o de un escáner. Cualquier aeropuerto, por ejemplo, es el lugar idóneo para que, en virtud del mantenimiento del orden y de la seguridad comunitarios, se cometan los atropellos más abusivos. Todo el mundo sabe que en un aeropuerto el viajero se transforma de repente en una cabeza de ganado y que las autoridades tienen potestad para dirigirle a golpes de vara pastueña y para marcarle los cuartos traseros con una divisa candente.

Es evidente que, tras la implantación de la moda de los ataques terroristas y de los secuestros por tierra, mar o aire, estas prevenciones policiales no pueden evitarse; la ciudadanía las asume, así como debemos asumir fenómenos atmosféricos tan desagradables como el granizo. Pero el efecto secundario que este despliegue tiene en algunas personas es el temor al propio dispositivo de seguridad, que en algunos casos es más acusado que el miedo al ataque terrorista que se trata de evitar. Y el efecto indirecto que todo esto tiene en el cerebro más flojo es el miedo genérico a ser acusado de cualquier irregularidad; el miedo a tener que explicar nuestra inocencia; el miedo, en definitiva, a verse absorbido por el tifón arbitrario de la autoridad. El miedo estrictamente kafkiano (muchas veces se usa este adjetivo de manera errónea).

Y eso puede manifestarse, por ejemplo, en la puerta de cualquier FNAC. Hay que decir que en general se trata de una manifestación muy vaga y que no supone un gran agente perturbador, pero ahí está. Cuando estamos saliendo de algún comercio tan importante como el FNAC, algunos sentimos el pellizco de la paranoia, y nos entran ganas de hablar preventivamente con el segurata y mostrarle el contenido de nuestros bolsillos antes de que suene la alarma. La manía persecutoria de baja intensidad está extendidísima y sólo esperamos que no vaya a más.

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