La música es para imbéciles

Se ha publicado un estudio muy serio sobre la relación entre la música y el cerebro humano. En ese estudio se ha llegado a una conclusión: que los distintos tipos de pensamiento (reflexivo, abstracto, etc) están en un plano completamente distinto al de las aptitudes musicales. El oído para la música es una habilidad perfectamente aislada y que puede darse en un cerebro inútil para cualquier otro ámbito de la vida. Esto lo hemos visto desde hace siglos, y hemos podido comprobar cómo hay bebés que mueven acompasadamente el culete ante cualquier ritmillo y también animales salvajes que conectan a la primera con la música; y, por el contrario, nos hemos ido encontrando con personas inteligentes que ni escuchan música, ni la recuerdan ni disfrutan con ella. En principio, parece que la música es la única manifestación artística que no requiere un trabajo intelectual activo por parte del espectador para ser apreciada. La música entra por los oídos y por las terminaciones nerviosas y nos recorre el cuerpo pasando por el cerebro sin que tengamos que poner en marcha ningún razonamiento y sin que el oyente tenga que procesar de forma activa esa información.

Este hecho misterioso, que convierte a la música en un fenómeno singular, hace que algunas personas desprecien la audición de ciertas melodías o ritmos por considerarla una operación elemental sin ningún mérito, y que incluso haya gente muy docta que afirme que la música es un arte menor y sin importancia. El escritor bilbaíno Miguel de Unamuno era un señor cultísimo, de una erudición interdisciplinar verdaderamente admirable. Era capaz de improvisar cualquier conferencia sobre filosofía, pintura, lingüística, poesía o historia, y los testimonios de su época acreditan que este insigne catedrático soltaba a la mínima oportunidad y sin que nadie se lo pidiera unas disertaciones de lo más plomizas: Unamuno era tan osado que, si se hubiera encontrado por la calle con Isaac Newton, le habría explicado con gran profusión de datos la Ley de Gravitación Universal. En una ocasión Unamuno quedó con Pío Baroja en un café madrileño y una vez allí le glosó, con pelos y señales y sin previo aviso, una novela completa que acababa de escribir, cosa que hizo minuciosamente durante cuatro horas y que a Baroja le pareció una falta de respeto y un abuso de confianza. Pues bien, don Miguel, que era un portento cultural arrasador, abarcaba en su magisterio todas las artes menos la música. Unamuno tenía un oído para la música completamente cerrado, insensible, de una dureza máxima, y en consecuencia pensaba que el arte musical era un pasatiempo hortera, una tontería para porteras y mozos de cuerda.

En el extremo contrario nos encontramos con muchísimos casos. La cultura popular nos ha retratado a Mozart como un insustancial de costumbres más bien bobas y pese a ello nadie duda de que es uno de los dos o tres grandes genios de la música universal. En el panorama musical del rocanrol de la segunda mitad del siglo XX han surgido infinidad de artistas prodigiosos con una incapacidad demostrada para mantener su vida bajo un mínimo parámetro de normalidad. Yo, que soy un músico aficionado y mediocre, he tenido el privilegio de poder tocar junto a instrumentistas maravillosos que sin embargo son unos mentecatos completos, unos cretinos sin ninguna capacidad de raciocinio. Y en la elite del mundo del jazz clásico tenemos miles de ejemplos de la convivencia entre la genialidad absoluta y la hibernación neuronal: Chet Baker, Thelonius Monk o Bud Powell fueron músicos excelsos y al mismo tiempo eran incapaces de funcionar como personas particulares.

Y entonces uno tiende a pensar que la actividad cerebral puede ser incluso un obstáculo para alcanzar las más altas cumbres musicales. Tal vez puede ocurrir que las neuronas perturben el paso de las ondas frecuenciales de la música a traves del sistema cognitivo. De ser eso cierto, cuanto más lerdo es uno, mejor músico puede llegar a ser. Esto, que constituye una teoría científica espectacularmente chapucera y traída por los pelos, una teoría que acabo de inventarme sobre la marcha, puede servirnos como consuelo a los que somos unos músicos del montón: podemos pensar que el impedimento para tocar mejor un instrumento o para componer una música de calidad es nuestra inteligencia superior, incompatible con el virtuosismo melódico. Esta teoría tiene en su base su propia refutación: si fuéramos tan listos como creemos, no nos tomaríamos en serio un silogismo tan ridículo, con lo que hay que darse cuenta de que seguimos siendo bastante imbéciles y que, aún así, somos unos músicos muy, muy flojos. Es la tragedia de la medianía globalizada y de la falta de brillantez, completamente extendidas y presentes en la vida de la mayoría de nosotros.

Este panorama tan deprimente puede aliviarse escuchando de inmediato cualquier canción de, por ejemplo, Ray Charles: otro hombre de vida desbarajustada que con su música hará que movamos los pies y sintamos el atontamiento sublime que tanto nos gusta a los mediocres.

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