Viajar

Acabo de estar unos días en Londres. Ha sido un viaje breve, dedicado exclusivamente a visitar algunos de esos inigualables pubs londinenses, en los que todavía uno puede tomarse una cerveza en perfectas condiciones rodeado de sus amigos y en un escenario lleno de solera, sin la compañía de ningún tipo de música estridente ni de cualquier otro elemento de distracción. Simplemente, tomar cerveza y hablar con la gente. Esta excursión puede parecer una idea formulada por personas retrógradas que no tienen ninguna aspiración en la vida; desde ese punto de vista, yo soy una de estas personas absurdas.

Ésta no es la primera vez que estoy en Londres, y espero que tampoco sea la última. De hecho, debo decir que soy una persona que no ha visitado nunca Alemania, ni Italia, ni los Países Bajos, ni cualquier otro país europeo del Norte o del Este, y reconozco que, por ejemplo, en Francia he estado muy poco tiempo de mi vida. Ahora bien: yo soy alguien que ha ido a Londres cerca de quince veces y que ha tratado de permanecer allí todo el tiempo posible. Desde la óptica moderna del viaje frecuente y variadísimo que hoy se estila, esta política recalcitrante de repetir visita no tiene sentido. Ahora es corriente ir a todos los lugares y conocerlo todo lo más rápidamente posible.

En cambio, yo prefiero ir a Londres cien veces más y no ir a ningún otro lado ignoto, aunque me quede sin ver una buena parte de las maravillas del mundo. Esta postura cerril en la que me encuentro ha ido perfeccionándose con los años y no ha sido el producto de ningún plan trazado con anterioridad, sino que el asunto ha evolucionado con la continuidad fluida de las cosas naturales. El hecho es que Londres me gusta mucho, y me incita a seguir visitándola, aun a costa de no conocer casi ningún otro lugar. A una escala menor, me pasa lo mismo con Lisboa, que es otra capital en la que he estado varias veces y a la que me iría mañana por la mañana si alguna persona agradable me lo propusiese. No tengo especial ilusión por conocer los países de Europa que aún no conozco; no tengo muchas ganas de visitar Sudamérica; es necesario que ocurran cosas muy raras para que yo viaje voluntariamente a África; no descarto ir a Asia, pero lo haré solamente para visitar a mi hermana, que vive allí con su familia. Y, evidentemente, si alguien me encuentra algún día en cualquier país demencial del Oriente Próximo, espero que me anestesie y me devuelva lo antes posible a mi casa.

En cambio, como digo, me iría de nuevo a Lisboa mañana mismo, y podría volver a Londres tantas veces como fuese preciso. Desde un punto de vista práctico, ir tan a menudo a un mismo sitio le da a uno cierto conocimiento de los recovecos de la ciudad. Pero estas visitas repetidas no tienen nada que ver con la practicidad sino que se basan en las apetencias y en las afinidades que uno mismo presenta. Entiendo que la tendencia contemporánea es, en términos generales, una tendencia que nos arrastra a hacerlo todo, tenerlo todo y tocarlo todo, lo que, llevado al ámbito de las vacaciones, significa visitarlo todo, y a toda velocidad. Las personas planifican viajes a lugares en los que no han estado nunca solamente porque hay que ir a todos los sitios. La cosa se organiza de tal manera que uno va a muchos lugares en pocos días; dentro de esta tendencia, uno de las prácticas más extendidas es ir a uno de esos cruceros multitudinarios, unos cruceros verdaderamente sensacionales que a algunas personas les ponen la piel de gallina.

Todo esto está perfectamente bien. Cada uno se programa las vacaciones como le da la gana, faltaría más. Es probable que dentro de la enorme cantidad de lugares a los que uno puede ir de manera atropellada existan algunos sitios que sean verdaderamente desagradables. El viajero moderno, al visitar infinidad de países, se arriesga a que un porcentaje de esos lugares le resulte problemático. Y cuando un sitio verdaderamente le gusta, y pese a que le ha gustado, el viajero nunca vuelve, porque tiene que ver otras cosas. Esta estrategia es tan idiota como la mía, que es la de no ir nunca a ningún sitio, con la diferencia de que yo sólo voy a uno que me gusta mucho, con lo que cada vez que voy estoy encantado de la vida.

Por encima de lo inamovible y descabellado de mis costumbres, el mayor problema que se le presenta a una persona como yo es conseguir que haya gente que comparta estas aficiones y que voluntariamente esté dispuesta a repetir visita una y otra vez. Porque lo cierto es que la tendencia a ir a muchos lugares está extendidísima. En consecuencia, lo más probable es que, si no quiero acabar viajando sólo, vaya transigiendo y empiece a moverme por el mundo. Tendré que conocer lugares tan poco sugerentes como Turquía, Croacia, República Dominicana, Cuba o Marruecos, o incluso otros países de costumbres medievales en los que la vida humana vale muy poco. O tal vez la crisis llegue a tales extremos que en algún momento no haya posibilidades de moverse a ningún sitio, en cuyo caso quizá pueda quedarme en casa leyendo a escritores viajeros como Conrad, Melville o Robert Louis Stevenson. Eso sería mucho mejor que viajar.

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4 comentarios en “Viajar

  1. Sin que sirva ni mucho menos como precedente te diré, querido Pedro, que no estás sólo en esta cabezonería tan poco frecuente. Leyendo tu reflexión sobre el hecho de viajar, me he visto en una de esas múltiples conversaciones, con amiguetes varios, en las que solía plantear eso de: «imagínate que puedes hacer 100 viajes en lo que te queda de vida, a dónde te gustaría ir?…pero piénsalo bien eh? que no tienes más que esos 100″…normalmente, el amiguete en cuestión me suele responder que iría a 100 sitios distintos y, es más, no contento con eso, me pregunta animoso (dado que soy yo quien ha ideado el ejemplo de los 100 viajes y por tanto soy quien corta el bacalao) si cabe la posibilidad de ir a más de un sitio dentro de esos 100 viajes…(o sea que si puede ir a 400 sitios pues ya está el tío preparando las maletas…). Y yo, con cierta desazón, contesto siempre lo mismo: «haz los que te salga de los mismísimos, proxeneta del turismo…»

    Yo tengo claro que de los 100 imaginarios viajes, iría a dos-tres sitios distintos unas treinta y pico veces a cada uno…a piñón fijo, sobre seguro y con ese puntito romántico de volver a cenar en aquel pequeño sitio del callejón del barrio cualquiera o perderme en la tiendita de discos del dependiente de los pantalones pitillo y su perrita Gladys.

    Además, he visto jóvenes matrimonios volver de ciertos lugares absolutamente rotos por el dolor de lo ingerido mental y visualmente…como por ejemplo en la India, que de pronto parecía ser «EL DESTINO». Había que ir a la India al menos una vez en la vida y bla bla bla, porque sino no eras nadie…y la realidad es que luego algunos (no digo todos) se pasan 15 días sufriendo, viendo la miseria más absoluta que sus ojos jamás verán, regateando jovenzuelos que quieren sacarles lo que sea y jugándose la vida en extraños taxis-moto…pero claro, es que ese olor a especia de la India al atardecer es maravilloso…Pues descuide amigo, que ya le llevaré yo a algún indio en Lavapiés a que huela especias hasta que se le caiga la napia al suelo…

    Dicho esto, en Lisboa te conocí y en Lisboa nos encontraremos.

    Fuerte abrazo.

    1. Estimado Monchista:
      Cuando digo que me iría a Lisboa mañana mismo si alguna persona agradable me lo propusiese, estaba refiriéndome a sujetos muy parecidos a usted y a su nunca bien ponderada compañera. Por tanto, proponga usted y allá que iremos.
      Gracias por su participación y un abrazo

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