Se ha dicho todo ya sobre el asunto de la infidelidad de Francois Hollande, presidente de la República de Francia. Este hombre ha sido cazado en una de sus excursiones extraconyugales con la actriz Julie Gayet, y la hasta ahora pareja de Hollande, Valérie Trierweller, ha sufrido una crisis de ansiedad que ha provocado su ingreso en un centro hospitalario. Se da la circunstancia de que Hollande ya hizo una jugada parecida con su primera mujer, Ségolène Royale, quien en la modesta opinión del que esto escribe es una de las mujeres más atractivas que han aparecido nunca en el panorama político europeo. Yo tengo una debilidad estética por Ségolène: a mí me gusta este tipo de mujer expresiva, de ojos vivos, de nariz con carácter, de cuello infinito y de osamenta finísima, que además lleva sus más de cincuenta años con una naturalidad aparentemente ajena al bótox y a los estiramientos y planchados faciales (digo aparentemente, porque nunca se sabe). Sègoléne es una señora impresionante, y este señor Hollande, por el contrario, parece un hombre anodino y más bien blandurrio, y aun así se permite el lujo de haber abandonado a una señora incomparable y, por añadidura, se lo ha montado de forma sucesiva con otras dos mujeres de indudable tronío, lo cual da esperanzas a todos los hombres anodinos y blandurrios del mundo, siempre que esos señores blandurrios sean presidentes de la República francesa, claro está. Fuera de la presidencia de la República, un blandurrio es solamente un blandurrio.
Por lo visto, este señor llevaba dos años viéndose con la actriz Gayet sin que su pareja oficial lo supiera. Se habla de que hay que respetar la privacidad del presidente, pero esto es muy matizable. El actual presidente de Francia es un político de primera línea con una tendencia demostrable hacia la traición sentimental, y el electorado podría interpretar que quien engaña durante dos años a su pareja sin que se le mueva un músculo de la cara es muy capaz de engañar al votante con la misma frescura, puesto que, por lo que sabemos, no estamos ante un episodio extramarital producto del frenesí momentáneo o del alcohol (cosa que, por otra parte, tampoco es presentable), sino de unos cuernos estables y desarrollados en la frialdad recurrente.
Lo más interesante del caso es lo último que sabemos, que es que la señora despechada, Valérie Trierweller, ha salido del hospital y ha anunciado a su círculo más próximo que no quiere renunciar a su estatus de Primera Dama y que, en este sentido, está dispuesta a perdonar a Hollande y a llegar a una reconciliación. La candidez de esta buena señora nos deja atónitos. Hollande le ha engañado durante dos años, no ha ido a verle al hospital en su crisis personal y está dando pistas para que cualquiera considere que este hombre no tiene ninguna intención de pedir perdón a su mujer ni de abandonar a su joven amante, cosa que, por otra parte, tampoco hizo cuando dejó tirada a Ségolène. Existe la sospecha de que Hollande va a ordenar el desalojo de su ex novia en los próximos días. La reacción de la señora Trierweller es, por tanto, patética. Imaginemos nosotros, por ejemplo, que Alfredo Pérez Rubalcaba hubiera dado una rueda de prensa después de las elecciones generales de 2011, en las que su partido recibió una tunda importantísima, y hubiera dicho públicamente que se negaba a dejar de ser Vicepresidente del Gobierno, y que estaba dispuesto a perdonar al electorado por el reciente revolcón electoral. Afortunadamente, don Alfredo aceptó deportivamente el desaguisado y se fue a la glacial oposición, en donde sigue. La señora Trierweller debería reponerse, salir con cierta dignidad del Elíseo y quizá publicar un libro poniendo a parir a su novio, cosa que puede provocar una mejoría en su situación financiera particular.