La república de los monárquicos

En estos días se cumplen ochenta años de las primeras elecciones generales de la Segunda República española (si excluimos las elecciones a Cortes Constituyentes, que tuvieron lugar en 1931). Por lo que se ve, esta efemérides tiene una importancia más bien escasa y, así, no se ha visto nada en ningún medio de comunicación que nos recuerde el asunto. Sin embargo, en este blog pensamos que hay determinadas cosas que no solamente son importantes en sí mismas sino que además tienen una aplicación ilustrativa para el momento presente. Como algunas personas ya saben, la Segunda República se proclamó el 14 de abril de 1931 y no la trajo nadie, sino que vino sola, sin que nadie pegara un solo tiro, cuando Alfonso XIII interpretó que los resultados de las elecciones municipales recién celebradas mostraban una importante desafección popular hacia su figura, y este rey decidió marcharse con viento fresco a Roma. Por tanto, la República vino con una facilidad inaudita y se produjeron a continuación unas elecciones constituyentes bajo el efecto mágico de la llegada del nuevo régimen, unas elecciones en las que la izquierda obtuvo un magnífico resultado.

Y lo que ocurrió después, entre 1931 y 1933, fue una sucesión de gobiernos dirigidos por don Manuel Azaña y con importantísima presencia de miembros muy significativos del Partido Socialista. Estos gobiernos tuvieron encomendada la tarea de elaborar y aprobar una Constitución y de conseguir mantener la situación económica y social dentro de unos límites de normalidad. Por el lado legislativo, se llevó a cabo una labor impresionante de derribo de las estructuras sociales establecidas, creando, entre otras cosas, un ordenamiento hostil hacia el mundo eclesiástico (a través de la Ley de Congregaciones Religiosas) y revolucionario en el ámbito de la propiedad horizontal (mediante la Ley Agraria); además, se trató de reformar los perfiles ciudadanos de una manera tan frontal que la Administración empezó a chocar contra el temperamento tradicional del país, un temperamento que por lo que parece estaba más firmemente implantado de lo que pensaban los legisladores.

 En el ámbito económico, estos gobiernos de Azaña empezaron rescindiendo los créditos que el Estado tenía con la banca Morgan y acabaron aprobando partidas de gastos más o menos insostenibles, con lo que se consiguió multiplicar el déficit y depauperar de forma radical el tejido productivo español, asustando al capital y provocando su huida. En estas iniciativas insensatas tuvo un papel preponderante el socialista Indalecio Prieto, por entonces responsable de Finanzas, un político formidable y listísimo que sin embargo ha sido el peor ministro de Economía de la historia de España. Mientras tanto, el orden público se mantuvo dentro de un tono de descontrol y agresividad difícilmente soportables por el común de la población.

Tenemos que recalcar que esta descripción de la legislatura constituyente que acabamos de exponer no es producto de la arbitrariedad caprichosa ni del prejuicio a priori sino que se basa en hechos probados y documentados por muchísimas fuentes directas de aquel momento.

En consecuencia, sucedió que llegaron las elecciones de noviembre de 1933 y, por efecto de la ley del péndulo, ganaron las derechas, y los partidos del gobierno Azaña recibieron la correspondiente tunda electoral (algunos dicen que la implantación del voto femenino, una iniciativa de la izquierda, fue parte importante del vuelco; como dijo un republicano ilustre, «las mujeres han votado según instrucciones de su párroco»). Se produjo entonces el hecho inconcebible de que los que acababan de conseguir una amplia mayoría en las urnas eran los partidos reaccionarios y revisionistas, que habían acudido a las elecciones con un programa antilaicista, antirrepublicano y franca y abiertamente contrario a la recién aprobada Constitución y al régimen establecido. Por tanto, y en medio de la evidente preocupación general, las más altas instancias del régimen pidieron la colaboración de las derechas de cara a conseguir que estos partidos aceptaran el régimen e incluso reconsideraran algunas de sus actas de diputado de cara a que la izquierda obtuviera una representación en escaños un poco menos paupérrima de lo que los votos habían dictaminado.

La situación creada en 1933 nos demuestra dos cosas: en primer lugar, que por muy negativa que nos parezca la realidad social de un país no parece conveniente gobernar de forma beligerante y explícita contra esa realidad, porque el país acaba revolviéndose y tumbando al gobierno ultrarreformista.

Y hay una segunda conclusión que puede sacarse de todo esto. El historiador y profesor Santos Julià la sintetiza bien cuando escribió sobre estas elecciones lo siguiente: «El resultado de las elecciones de 1933 fue un realineamiento espectacular del sistema de partidos, buena muestra de lo lejos que la República estaba de ser una democracia consolidada». Es interesantísimo comprobar cómo incluso la gente más docta y preparada interpreta que, dependiendo de quién gane las elecciones, podemos encontrarnos con un electorado «maduro» o bien con un electorado «poco reflexivo y mal preparado para la democracia». Normalmente, el electorado es fabuloso si los que ganan son los míos, los buenos, y, si acaso ganan los otros, la ciudadanía se convierte en una masa amorfa e inculta. En este aspecto, como en tantos otros, estamos igual que hace ochenta años.

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