El Gobierno estadounidense ha cerrado sus oficinas y ha mandado a casa a sus funcionarios, salvo a aquellos que están considerados como fundamentales para el mantenimiento de una mínima marcha del país (policías, militares, etc). La oposición a Obama tiene mayoría en el Parlamento y ha impedido la aprobación del gasto público para el último trimestre, lo cual supone en Estados Unidos el cierre automático del tenderete. No es la primera vez que ocurre: la última clausura de los servicios tuvo lugar durante el mandato de Bill Clinton. Algunos analistas españoles sugieren que esta maniobra del Partido Republicano es una pataleta contra la reforma sanitaria de Obama, pataleta ejecutada por unos congresistas republicanos que no son otra cosa que unos francotiradores puros; otros expertos manifiestan su asombro porque este desbarajuste se produzca en el primer país del mundo. «Esto es propio de una república bananera», dicen.
Sin embargo, determinadas personas piensan que este fenómeno del cierre del servicio público es una prueba de la fortaleza imbatible del sistema representativo estadounidense. Para estos expertos, la fortaleza se manifiesta en dos sentidos: por un lado, la capacidad que tiene la oposición en EEUU (francotiradora o no) para controlar, obstruir y hasta desbaratar la mecánica política del Gobierno es una demostración de equilibrio de poderes y de control del Ejecutivo; y, por el otro lado, el cierre efectivo de las oficinas por problemas de autorización de gasto nos enseña que en algunos países las cosas que deben ocurrir acaban sucediendo, y que la ley se cumple. Si alguien tuviera la mala idea de comparar lo que pasa allí con lo que tenemos en España se encontraría con un resultado sonrojante. En España, para empezar, los mecanismos de vigilancia gubernamental son un galimatías inútil que siempre produce resultados nulos. Las sesiones semanales de control parlamentario al Gobierno consisten en un concurso de eslóganes huecos, destinados al público menos exigente, y jamás conducen a ninguna conclusión tangible. Además, en España las posibilidades reales de que una Administración cierre son inapreciables. El incumplimiento de la norma se ha convertido en norma. Aquí se busca un quórum para aprobar los presupuestos y, si no hay quórum, se prorrogan los presupuestos del año pasado y a vivir. En España, la prórroga de unos presupuestos no conlleva jamás ninguna dimisión de nadie ni desencadena ninguna convocatoria electoral. En realidad, la aprobación de los presupuestos tiene una importancia minúscula porque los presupuestos (sean nuevos o sean prorrogados) no se cumplen nunca, con lo que qué más dará que sea viejo o nuevo lo que se ponga por escrito si no se lleva a la práctica.
Por tanto, y teniendo en cuenta las inconveniencias que el cierre administrativo provoca entre los norteamericanos, podemos decir que este cierre pone sobre la mesa conceptos que a nosotros, por pura comparación, deberían sonrojarnos. En EEUU hay 800.000 funcionarios que desde el lunes están suspendidos de empleo y sueldo y se han quedado en sus casas, y nadie ha dicho ni mu. Si en España cerrásemos de un día para otro una pequeña parte del monstruoso conglomerado administrativo, los empleados públicos organizarían una batalla campal de proporciones homéricas, si se me permite el adjetivo.
Todo esto no quiere decir que a nosotros nos guste que determinados funcionarios se vayan a su casa. Dios me libre. Lo que nos maravilla es que haya unos mecanismos legales establecidos y esos mecanismos se cumplan.