Se ha terminado el verano y hemos tenido un tiempo atmosférico perfectamente corriente y normal. En concreto, podemos decir que en la zona en la que vivo (que es lo que se conoce como la cornisa cantábrica) hemos disfrutado de una profusión de días limpios, de aire suave y de un sol discreto y magnífico. Como es bien conocido, en casi todos los lugares el clima varía en función de muchos factores, y sobre todo lo hace en base a la dirección y fuerza del viento, y en la costa del País Vasco esa relación entre viento y temperatura está perfectamente definida: cuando aparece por aquí el viento del Noroeste, también conocido como viento gallego, suelen darse días desapacibles, de un frío húmedo y tenebroso; cuando el viento viene del Sur, el calor es completamente insoportable, y nos hace proclives a cometer las mayores insensateces; cuando el viento viene del Norte (es decir, del mar) suele ser un viento frío aunque puede traer días despejados. En mi opinión, el mejor tiempo nos lo trae el viento del Nordeste, llamado francés por su procedencia, que suele proporcionar temperaturas agradabilísimas y una limpieza atmosférica absolutamente irreprochable . Este verano hemos tenido muchísimos días de viento francés, lo cual ha contribuido al bienestar físico de todos los que hemos estado por aquí.
Todo esto viene a cuento porque resulta que antes de que empezase el verano aparecieron diversos informes, redactados por algunos de los más serios especialistas científicos, en los que se auguraba un verano completamente frío y asqueroso para nuestra zona norteña. Tales informes se basaban en la horripilante primavera que habíamos vivido aquí y en series estadísticas comparadas con respecto a otras primaveras infames que habían terminado en veranos igualmente glaciales e infectos. Cuando estos informes se publicaron, los habitantes de esta zona en la que vivo entraron en una fase de preocupación compartida que amargó las perspectivas vacacionales, y, si pensaban quedarse aquí durante el verano, estas personas procedieron de inmediato a cambiar de planes y a reservar habitaciones de hotel en lugares de una climatología benévola prácticamente garantizada (estoy hablando de las personas que económicamente podían hacerlo, claro está). De esa preocupación global que pudimos vivir a finales de primavera sólo se salvaron las personas más descreídas. Estas pocas personas pensaron que hacer un pronóstico general de los próximos tres meses era una temeridad absurda, sobre todo cuando vemos casi a diario que los meteorólogos se equivocan al predecir el tiempo que hará mañana por la tarde, pese a utilizar para ello todo su equipamiento pronosticador de indudable sofisticación tecnológica.
En concreto, las personas más escépticas pensaron que si un meteorólogo se pone a pronosticar el tiempo de todo el verano está poniéndose en el mismo plano que los augures y oráculos más disparatados que quedan por ahí, incluyendo a los que todavía leen el vuelo invernal de los pájaros o a los que observan la berrea y el apareamiento de las bestias del campo para obtener vaticinios climatológicos a largo plazo. En este sentido, hay gente que opina que un meteorólogo de estaciones completas y un pastor con experiencia profética llegan por diferentes caminos al mismo lugar, que es el lugar de la nula base empírica y de la equivocación fatal.
Mientras tanto, el verano ha ido transcurriendo dentro de una notable mayoría de días soleados; las personas que se fueron a lugares de calor garantizado han sufrido la masificación popular que es consustancial a esas zonas turísticas, mientras que los que se han quedado por aquí (por escepticismo o por falta de recursos) han tenido la suerte de beneficiarse de la temperatura maravillosa y de la baja concurrencia ciudadana, dos factores que, juntos, provocan una paz espiritual que hace que la vida sea una cosa de lo más interesante. Según veíamos que la calma térmica se generalizaba, podíamos observar el correspondiente cabreo de los meteorólogos televisivos, a los que no les gusta nada equivocarse (como es natural). Además, observar con un poco de frialdad la información climatológica por televisión nos indica que por lo general lo que más fastidia a un meteorólogo es el buen tiempo. Cuando sale el sol, el meteorólogo suele estar enfadadísimo, y eso se le nota en la cara. El meteorólogo necesita borrascas, granizo, frentes fríos e inestabilidad atmosférica de cara a que sus larguísimos partes televisivos tengan algún contenido. De hecho, los partes del tiempo son cada vez más largos y tienen cada vez más gráficos absurdos y más fotos de paisajes remitidas por los espectadores; y los meteorólogos nos ofrecen toda esta faramalla desde platós de televisión cada vez más grandes y aparatosos. Por tanto, es necesario un mínimo de mal tiempo para que el meteorólogo pueda llenar su enorme espacio en la parrilla.
No diremos aquí que esta información diaria del tiempo no es necesaria, y mucho menos cuando quien escribe es un consumidor recalcitrante de estos espacios televisivos: creo que la información a corto plazo del tiempo atmosférico suele ser certera y es imprescindible, sobre todo si uno vive en un lugar de una climatología tan desquiciada como la que tenemos en Vizcaya, llena de cambios violentísimos que trastornan nuestras vidas. Sin embargo, el fanatismo total del Meteosat a largo plazo tiene mucho en común con las creencias en adivinos, pese a que los adivinos del tarot salen en televisión de madrugada y emiten sus vaticinios desde estudios miserables. Por el contrario, los meteorólogos tienen un aspecto impecable y viven en platós inmensos y dotados de la tecnología televisiva más apabullante.
En todo caso, y como nosotros no tenemos la suerte de vivir en Málaga (en donde es raro que se vean días malos), nosotros seguiremos hablando del tiempo durante la mayor parte de nuestras vidas, lo cual es, indudablemente, una pérdida de tiempo, pese a que los ingleses siempre se han dedicado a eso y no les ha ido mal.