Después de una primavera horripilante, ha aparecido el buen tiempo en el norte de España y, por lo que se ve, este fin de semana todos nosotros hemos decidido ir a la playa al mismo tiempo, provocando el embotellamiento circulatorio que era de esperar. Todos lo sabíamos y aún así nos hemos metido en el coche y nos hemos preparado para permanecer detenidos en la carretera durante horas, tratando de no segregar cantidades excesivas de odio hacia nuestros semejantes. Una vez superado el atasco, hemos llegado a la playa y hemos buscado un sitio para aparcar el coche, dando muchas vueltas al sol mientras nuestros hijos perdían la paciencia y comenzaban a pelearse en el asiento de atrás. Cuando hemos aparcado el vehículo, hemos accedido a la playa y ha comenzado la lucha por los metros cuadrados de arena que quedaban sin ocupar. Una vez logrado el espacio personal y ubicados ya nuestros múltiples enseres y bultos, nos hemos dedicado a pasar calor y a tratar de conseguir que nuestros hijos no se quemen por efecto del sol, no se ahoguen en el mar o que no se pierdan entre la turbamulta. Al cabo de un rato, ya era hora de volver a casa, y el procedimiento migratorio de la ida se reproduce a la vuelta.
Esta dinámica es regresiva y nos coloca en el mismo plano evolutivo que el ganado ovino. Cuando decidimos aprovechar el día en la playa con nuestros conciudadanos estamos entregando nuestra individualidad personal, y antes de salir de casa colgamos voluntariamente el raciocinio humano en el perchero de la entrada. Es evidente que cuando uno tiene hijos pequeños no queda otro remedio que salir de casa, y la playa es un lugar idóneo para que los niños se desfoguen; por tanto, mientras todos tengamos el mismo calendario laboral, hay motivos para pensar que las masificaciones tremendas de los fines de semana continuarán produciéndose.
Lo que verdaderamente impresiona es que en estas aglomeraciones humanas se ven a veces personas que podrían ahorrarse todo esto, y me refiero, por ejemplo, a todos esos españoles que por motivos diversos no trabajan. Son los parados, los jubilados, los estudiantes universitarios, etc. Cada uno de ellos tiene sus circunstancias vitales y sus desgracias particulares, ante las cuales sólo podemos manifestar el más consternado de nuestros apoyos, pero es evidente que estas personas pueden ir a la playa cualquier día y que, en consecuencia, estas personas podrían renunciar a ir a la playa en las jornadas de marabunta popular. Sin embargo, cuando estamos en la playa vemos a esta gente allí. Han venido. Están compartiendo con nosotros las inconveniencias de la masa.
También sorprende ver entre estas multitudes a parejas adultas sin niños. Cuando uno no tiene niños, se pierde la experiencia asombrosa de la convivencia infantil y no puede disfrutar del cariño y de las ocurrencias de estos personajes, pero como leve compensación uno puede quedarse en casa un domingo, tranquilamente, a la sombra, leyendo un libro y dando quizá un paseo antes de comer. Estos placeres tal vez sean miserables, pero constituyen un lujo asiático si los comparamos con las apreturas multitudinarias que hemos descrito al principio. Sin embargo, hay gente adulta sin responsabilidades familiares que, contra lo que cabría imaginar, se mete en el coche un domingo y se incrusta en la caravana demencial con destino a la playa.
Ante este comportamiento, que parece profundamente irreflexivo, uno se encoge de hombros porque ve que esto pertenece a la inercia pura, la inercia como fenómeno físico imparable. Es decir, que hay un determinado número de personas que se mueven con la marea, sin iniciativa personal, como si fueran un corcho, y que indefectiblemente van allí donde más gente haya. Se entiende que a estas personas no les molesta la aglomeración, sino que incluso podemos empezar a pensar que les gusta y que disfrutan con el aroma de la concentración física. “Menudo ambientazo”, pensarán.