El ministro Wert está consiguiendo que una gran parte de lo que conocemos como opinión pública le odie con una sulfuración pocas veces vista. Hemos llegado al punto en el que cualquier declaración de este señor tiene un eco sensacional, y todas las iniciativas legislativas que se proyectan desde su ministerio vienen acompañadas por protestas masificadas en la calle y por ruido de turutas en la Red. Uno intenta mantener cierto equilibrio personal y suele fallar en el intento, pero en el caso del señor ministro de Cultura hay que ver las razones de tanta animadversión.
Antes de meterse a ministro, Wert era un sociólogo y contertulio de gran rendimiento en los medios de comunicación, y por eso toda esta revolera que organiza hoy a diario choca aún más (se supone que, por su trayectoria demoscópica, este señor conoce el temperamento general del país y debería saber circular por estos caminos).
Es sabido que el Gobierno ha subido el IVA cultural, en lo que todos consideran una decisión demencial que va a rematar al sector. También sabemos que Wert ha tratado de hacer una reforma educativa. Mucha gente está de acuerdo en que debe hacerse alguna reforma en este ámbito; sin ir más lejos, yo mismo fui educado en la EGB de los años ochenta y hoy en día sigo sin ubicar bien en un mapa buena parte de los países de cualquier continente, y si de algo puedo saber es de materias absurdas que uno ha estudiado después de cursar las enseñanzas regladas, y por pura afición y curiosidad personal, estudiándolas a la buena de Dios y de manera caótica y nada sistemática. Por tanto, yo soy un producto de los sucesivos sistemas educativos españoles, inequívocamente fracasados e ilógicos. La reforma de Wert tiene puntos positivos, como el sistema dual de FP (con prácticas en empresas), el bilingüismo obligatorio y el aumento general de la exigencia docente. Por otra parte, la reforma también contiene aspectos que han provocado el sarpullido generalizado, como son la reposición de la llamada reválida, la anulación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía y su sustitución por otra majadería de similares características, la incorporación de Religión en el cómputo de la nota media (aunque no es una asignatura obligatoria) y el aumento de la calificación media a la hora de optar a becas universitarias.
Si uno no sufre determinadas calenturas ideológicas puede observar que estos aspectos citados son mejorables, discutibles o incluso eliminables, pero parece que la carga ideológica de estas reformas es igual o incluso menor que la que tuvieron otras reformas llevadas a cabo a lo largo de los últimos treinta años, reformas que sin embargo se aprobaron con una facilidad impresionante y sin que se oyera en España el vuelo de una mosca. Por el contrario, la marimorena que está armándose con esta reforma es de una dimensión fuera de lo normal.
Hay que decir que el señor Wert tiene el desafortunado don de la locuacidad, don que muy probablemente arrastre desde sus tiempos de contertulio. Es el ministro que más habla, y habla con un estilo poco meloso y más bien áspero. Además, el ministro tiende a decir cosas concretas que a veces molestan. Todo el mundo sabe que para sobrevivir en política es conveniente hablar sin ofender a nadie. Ahora bien: si uno lee cada palabra que se dice, verá que el porcentaje de disparates en el discurso de Wert es más bajo que en el habla de muchísimos otros ministros que fueron y que serán. Ruego al señor lector que compare las cosas que dice Wert con lo que decían a diario históricos titulares de diversos ministerios en democracia como José Blanco, Manuel Chaves, Celia Villalobos, Leire Pajín, Ana Palacio, Magdalena Álvarez, Bibiana Aído, Narcís Serra, José Luis Corcuera, Carmen Calvo o Ángel Acebes, por poner unos cuantos ejemplos y por no irnos a una lista más larga. Ninguno de estos personajes fue tan arrasado mediáticamente como este señor Wert, cuando muy probablemente la calidad media de las intervenciones de los ministros citados pudo ser motivo incesante de vergüenza ajena, y cuando además las iniciativas legislativas de estas personalidades han estado muchas veces orientadas a la modificación por decreto de la estructura social de España.
Por tanto, me da la impresión de que, por encima de lo que dice o hace, el señor Wert cae fatal a la gente, sin más. Wert ha intentado implantar una serie de medidas, y está siendo escarnecido por ello, mientras que otros ministros menos astifinos, como el suavísimo e inteligentísimo señor Ruiz Gallardón o el campechano señor Arias Cañete, por ejemplo, mantienen una cierta consideración por parte de la población, aun cuando la actividad de estos ministros es perfectamente invisible en el mejor de los casos. De todo esto podemos deducir que en España el silencio inoperante tiene recompensa en las urnas, y, por tanto, no podemos descartar que el señor Rajoy gane de nuevo las elecciones generales, por muy poco creíble que tal posibilidad nos parezca.