Ganar o perder

He estado con un señor que entra a la perfección en la categoría de los ganadores. Es un ganador, al estilo contemporáneo. Se dedica a un negocio en el que aprovecha cualquier oportunidad de venta, apoyándose en una palabrería perfectamente inexacta y torticera. Mientras tanto, cuando tiene que comprar algo, el hombre revisa la oferta con un detenimiento obsesivo y trata de aprovecharse de cualquier errata o ineficiencia de las condiciones que le ofrecen para sacar el mayor rendimiento en la transacción, aun a costa de fastidiar a sus proveedores. Este hombre ejemplar es de esos que se lleva de viaje una maleta medio rota para denunciar después a la compañía aérea por menoscabo de su equipaje y acceder así a una compensación económica. Este señor denuncia robos falsos de sus tarjetas de crédito para que le paguen determinadas compras realizadas a toda velocidad y justo antes de denunciar el supuesto robo. Este señor endiña sus multas de tráfico a su señora madre, que tiene setenta y cuatro años y que lleva por lo menos una década sin conducir. Por tanto, el caballero consigue viajar a toda velocidad por las carreteras de España, poniendo en peligro la vida de todos, y, pese a ello, el hombre tiene todos los puntos del carné intactos.

En otro orden de cosas, este hombre se apunta a todos los chanchullos fuleros que puedan realizarse en el ámbito fiscal; en relación a sus tributos e impuestos, el buen señor es un defraudador total, que además no tiene ningún reparo a la hora de contarlo detalladamente a quien tenga la mala suerte de encontrárselo por la calle (no parece importarle que el interlocutor pueda ser un Inspector de Hacienda).

La conversación con este interlocutor acarrea indefectiblemente una sensación amarga: la sensación de que este señor se lo monta maravillosamente y que nosotros, por contraste, somos unos perdedores sin remisión. El tono que utiliza para contarnos sus triunfos nos pone en la posición del idiota redomado.

Después de hablar con este ciudadano, he llegado a casa y me he encontrado con mi familia. El mayor de mis hijos tiene dos años y medio, y él y yo hemos podido charlar sobre determinados asuntos de actualidad que a él le preocupan, como por ejemplo qué es lo que vamos a hacer mañana, qué hay de cena esta noche y qué cuento vamos a leer antes de ir a la cama. La candidez, la lógica humana imparable y el humor blanco se juntan siempre en cualquier conversación con mi hijo (sospecho que en las conversaciones con todos los niños), y uno, que se acuerda del caradura con el que hemos hablado antes, se da cuenta de que este niño tiene todas las posibilidades de ser un perdedor durante su vida adulta. El nivel de inocencia es máximo en este niño, y sabemos que no será nada en la vida que le espera si el niño no consigue convertirse poco a poco en un cierto sinvergüenza. La fuerza motriz del sistema es la cuquería, y es imprescindible buscar los recovecos del mundo para poder prosperar y salir adelante. El sitio para los que trabajan con sentido del deber y tienen un buen comportamiento cívico es cada vez más reducido.

Cuando se piensa en todo esto y se está en presencia de un niño que le mira a uno con una sonrisa abierta, lo que nos pide el cuerpo es llorar. Pero un padre debe mantener un cierto rigor, y lo más adecuado en estas situaciones es devolverle la sonrisa al niño, darle un abrazo y ponerse en marcha. “Vamos a ver qué cenamos hoy, chaval”. Y la familia comienza los trabajos de la tarde: los baños, las cenas, y el resto de actividades diarias que entran dentro de la estructura lógica del niño y que, por tanto, son actividades mecánicas, asépticas, sin doble fondo, sin mucho margen para la picaresca. Éste es el mundo en el que el niño es un ganador. Un mundo aislado que tiene fecha de caducidad.

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