Los jetas del río

En Navarra están sufriendo unas inundaciones nunca vistas, y la cosa es que cada vez nos encontramos con más inundaciones nunca vistas en muchos lugares, con lo que podemos afirmar que estas inundaciones nunca vistas empiezan a verse muy a menudo. Para que haya inundaciones deben darse dos factores imprescindibles y clarísimos: que llueva mucho (cosa incontrolable por nuestra parte) y que los centros de población se encuentren en lugares con peligro de inundación, cerca de las cuencas fluviales o en áreas de riesgo. A diferencia de los chaparrones, que en principio no dependen de nosotros (aunque numerosos expertos en cambio climático digan lo contrario), la ubicación de las casas sí está bajo la jurisdicción discrecional del hombre, y sorprende ver cómo se producen inundaciones repetidas mil veces en lugares perfectamente catalogados como de alto riesgo y ver cómo, pese a ello, nadie se marcha nunca de allí. Yo mismo vivo muy cerca de un río, y cuando llueve mucho se nos conmina a sacar los coches de los garajes y a vaciar los trasteros, por si todo eso se inunda. Cuando pasa el peligro, los vecinos volvemos a nuestra rutina, los coches vuelven a sus plazas de garaje, los trasteros vuelven a llenarse de objetos inservibles y todos seguimos viviendo junto al caudal del río.

Esto tiene poca justificación más allá de la puramente económica (o sea, que no podamos permitirnos cambiar de casa en un momento como éste). Pero es que la gente quiere seguir viviendo en estos lugares peligrosos, y quiere además que las autoridades le arreglen el problema mediante cambios costosísimos en la canalización de los ríos, lo cual es el colmo.

Repito que yo soy uno de los insensatos que vive junto a un río que de vez en cuando se desborda, por lo que sé de lo que hablo y puedo describir con relativa precisión la actitud bipolar y egoísta que nos embarga a todos los vecinos fluviales. Nosotros, los que vivimos cerca del río, exigimos que de una vez por todas el ayuntamiento pague con dinero público determinadas soluciones ingenieriles para librarnos del problema, un problema que ya existía cuando nosotros decidimos libremente irnos a vivir allí y cuyas soluciones cuestan siempre muchísimos millones de euros.  Todo esto es un ejemplo de poca vergüenza, dicho sea con ánimo amistoso y admitiendo la parte alícuota de responsabilidad que a mí me toca.

De todas formas, esta actitud no se circunscribe solamente a los ríos. En Guipúzcoa llevan varios meses viendo cómo en sus pueblos se multiplican los desprendimientos de tierra. Ha llovido mucho, y cada chaparrón nos ha traído varios derrumbes del terreno; a veces la montaña cae encima de alguna casa que estaba al pie mismo del desfiladero, y otras veces lo que se derrumba es el terreno que soporta el peso de la casa. En ambos casos, uno ve las imágenes de la catástrofe y se da cuenta de que las casas se han construido en lugares con una pendiente terrorífica (hay que decir que Guipúzcoa es una provincia maravillosa pero absolutamente abrupta, llena de valles estrechísimos). Los afectados por estos desprendimientos se comportan igual que los vecinos de los ríos: en lugar de ver que nuestra casa está en un sitio demencial, queremos que alguien cambie las condiciones geográficas del lugar para que podamos vivir tranquilamente.

Salvo aquella gente a la que le ha sobrevenido una modificación del terreno (es decir, aquellos que se compraron una casa en un lugar sin riesgo y que después han visto cómo se les ha modificado algo en el paisaje de los alrededores, generándoles ese riesgo), y si excluimos también a aquellos que viven en un lugar de riesgo porque económicamente no pueden permitirse estar en otro sitio, el comportamiento del resto de los vecinos, todos esos vecinos que llegaron de manera libre y voluntaria para instalarse en lugares de riesgo reconocido, es un comportamiento que se enmarca en una dinámica que es la quintaesencia de la desvergüenza ciudadana.

Los que pedimos que cambien el curso de un río para que no se inunde nuestro portal y exigimos además que la obra sea sufragada por el presupuesto global estamos mostrando al mundo una dureza de rostro que puede provocar indignación en el resto de la comunidad.  Por tanto, yo sugiero que, si queremos que nos arreglen el problema hidrográfico, empecemos a adoptar una actitud humilde y que cambiemos la exigencia airada por la súplica lacrimógena, puesto que, si continuamos con nuestro talante chulesco, existen posibilidades concretas de que nuestros conciudadanos nos partan la cara. Lo mínimo que van a exigirnos a los jetas que vivimos en el río es una cierta sumisión hipócrita.

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