Los despreocupados

Las personalidades humanas son múltiples y es muy aventurado hablar de generalidades. Cada cual es como es y así son las cosas. Nunca podremos perfilar de manera completa la forma de ser de cualquier persona, por mucho que podamos llegar a conocerle. Después de todas estas obviedades, hay que añadir que uno de los mejores sitios para observar el comportamiento humano es un aeropuerto. La personalidad de alguien queda medianamente perfilada en función de cómo se desenvuelve en un aeropuerto y en virtud de la relación que esta persona manifiesta con respecto a las puertas de embarque, los avisos y los retrasos. En este sentido, creo que los dos grandes grupos humanos son los impacientes y los pacientes, con toda una gama de matices entre estas dos categorías. La impaciencia se detecta fácilmente y es una sensación que lleva a un cabreo profundo y a despotricar contra todo, lo que provoca en el impaciente un malestar paralizador y estéril. El impaciente está enfadadísimo y su cabreo le absorbe por completo. El paciente, por el contrario, es una persona que en un aeropuerto reconoce con deportividad su impotencia y decide emplear su tiempo muerto en leer o en reflexionar fructíferamente, lo que puede llevarle a salir del aeropuerto en mejor situación que como ha entrado. El paciente aprovecha el tiempo y es un ganador.

Y en una tercera categoría, una categoría aparte, está el despreocupado total. Este individuo es el que supera a todos los demás y, ante el retraso de su vuelo, decide salir del aeropuerto e irse a visitar algún monumento local o a ver a algún amigo que viva por allí, confiando en que tendrá tiempo de sobra para llevar a cabo esas iniciativas y volver antes de que despegue el avión. Esta decisión rebasa los términos que maneja cualquier persona paciente, porque hasta la persona más tranquila sabe que las informaciones proporcionadas por las compañías aéreas con respecto a los retrasos son poco fiables y pueden cambiar en cualquier momento. El vuelo que no salía hasta dentro de dos horas puede hacer de pronto su primera llamada de embarque dentro de diez minutos. El hombre paciente conoce el funcionamiento caótico del tráfico aéreo y se aposenta frente a la puerta de embarque con un libro, consiguiendo que el tiempo pase rápidamente y con mucho aprovechamiento. El despreocupado total, por el contrario, coge un taxi y se va muy lejos (porque generalmente todo está lejos de cualquier aeropuerto) con intención de aprovechar la tarde, asumiendo un riesgo fatídico de perder el vuelo.

Si uno conoce a alguno de estos despreocupados totales, sabrá que en su vida corriente son personas que llegan tarde a los sitios, que improvisan de cualquier manera y que además suelen tener suerte. No se puede sobrevivir en la despreocupación sin tener un poco de suerte. El despreocupado pierde las cosas y luego las encuentra milagrosamente, y tiene la habilidad mágica de conseguir que alguien le eche una mano en el último momento y le salve. En este sentido, el despreocupado suele ser un seductor de primera división, con una capacidad impresionante para embrollarlo todo y que los demás le sigan apreciando o queriendo.

Es importante que no se nos entienda mal: no queremos censurar la forma de vida despreocupada, ya que funcionar así tiene mucho mérito y puede llevarle a uno a tener una vida excepcionalmente rica en sucesos y en aventuras. El mayor problema que presentan los despreocupados no es un problema que les afecte a ellos, sino a los demás. Si una persona paciente tiene la desgracia de compartir una espera en el aeropuerto con un despreocupado, la experiencia será probablemente muy negativa. El despreocupado propondrá realizar actividades para pasar el rato, y esas actividades chocarán contra la más elemental prudencia que cualquier persona quiere preservar en un aeropuerto, una prudencia orientada al fin último de su estancia allí, que no es otro que el de coger el avión; por muy paciente que se sea, uno se incomoda ante tales desvaríos. Y aunque uno consiga hacer entrar en razón al despreocupado y hacer que renuncie a las excursiones al exterior, el despreocupado seguirá proponiendo cosas. El despreocupado, por ejemplo, es un hombre que encuentra la felicidad permaneciendo lo más lejos posible de la puerta de embarque que su vuelo tiene asignada: si hay que embarcar por la puerta 2, el despreocupado quiere ir a la puerta 176 (que está a cuatro kilómetros de distancia de la 2) y permanecer allí hasta el último segundo del embarque.  El despreocupado es aquella persona que quiere ir a comprar chocolatinas tres minutos antes de que salga el vuelo.

La mejor manera de convivir con un despreocupado es fuera del aeropuerto, en la barra de un bar normal y corriente, por ejemplo, y con mucho tiempo por delante. Ya hemos dicho que el despreocupado es generalmente una persona encantadora, y, por su manera de ser, el despreocupado suele ser protagonista de las anécdotas más graciosas, y cuando nos las cuenta en un entorno abierto nos hace disfrutar. Brindemos por él.

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