Estamos en plena campaña de presentaciones de la Declaración del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. Se trata de una época fatídica en la que gran parte de la población se ve inmersa en el triste proceso de contemplar sus paupérrimos ingresos, con la desgracia añadida de ver que la Administración hace lo posible por adelgazar esos ingresos aún más. Supongo que también habrá un reducido número de contribuyentes (los que ingresan muchísimo dinero) que no tienen por qué entristecerse ante su realidad económica particular y que tendrán que limitarse a maldecir al Estado: el Estado es para ellos un agente confiscatorio que les quita una buena parte de sus rentas. En todo caso, esta época de la Declaración de la Renta es fastidiosa y no gusta a nadie.
Sin embargo, es conveniente aclarar una circunstancia concreta que se da en esta época del año y que provoca reacciones equivocadas. Me refiero a la interpretación que se hace de los conceptos pagar y devolver, que en mi opinión se manejan durante estos meses con un criterio muy particular. En concreto, lo que ocurre es que, cuando nuestra Declaración del impuesto nos sale a pagar, nos enfadamos, y si ocurre que nos sale a devolver, nos alegramos. Estas dos reacciones son infalibles y se producen siempre, independientemente del perfil que tenga cada contribuyente; la reacción se basa exclusivamente en los flujos inmediatos, puesto que, si la Declaración nos sale a pagar, es evidente que tenemos que entregar un dinero a la Administración de forma activa y obligatoria, y si nos sale a devolver, la Administración nos da un dinero. Cuando uno paga se enfada, y cuando recibe dinero se emociona. Este comportamiento humano tiene la lógica superficial del movimiento físico del dinero, pero deja fuera a la lógica real de la inversión financiera y a los mecanismos del valor temporal del dinero.
Porque si pensamos durante unos minutos nos daremos cuenta de que, si a uno le sale a pagar, ese pago que hay que hacer ahora se produce porque el Estado le ha permitido a uno mantener una cantidad de dinero en sus bolsillos durante unos meses, un dinero que, según la ley vigente y las tarifas reglamentarias, pertenecía al Estado, pero con el que uno ha podido disfrutar durante unos meses; es decir, que hemos podido usar un dinero que el Estado debería habernos quitado hace mucho tiempo. Por el contrario, si la Declaración nos sale a devolver, lo que eso quiere decir es que el Estado ha retenido indebidamente un dinero que es nuestro, dinero que nos entrega con un retraso intolerable; en este caso de la devolución, la realidad es que no hemos podido utilizar unas cantidades que nos pertenecían. En consecuencia, y pensándolo fríamente, la devolución debería cabrearnos y el pago debería alegrarnos.
Sin embargo, la más básica de las sensaciones humanas es la que prima en este asunto, y es la que nos induce a alegrarnos cuando nos dan algo y a enfadarnos cuando entregamos algo contra nuestra voluntad y a un ente como el Estado, que además es un interlocutor glacial y sórdido a quien nunca gusta darle nada. Las personas alejadas de las leyes fundamentales de las finanzas sienten esta reacción y es comprensible, pero conozco gente perfectamente formada en materia financiera que, no obstante, sigue alegrándose cuando la liquidación le sale a devolver. Estas personas son experimentados profesionales del mundo financiero, y conocen al dedillo la oscura mecánica de las tasas de reinversión y las ventajas de la mera tenencia de fondos durante el tiempo que sea; aún así, cuando reciben el abono de la devolución de Hacienda, estos profesionales experimentan el consabido y absurdo gustirrinín.
Por tanto, hay una fuerza superior en todo esto, que es la fuerza del intercambio inmediato de bienes. Este movimiento biológico nos afecta desde la infancia y nos persigue inexorablemente durante toda nuestra vida: en las guarderías, los niños gritan “¡es mío!” cuando algún compañero les quita algo. En muchos aspectos, seguimos en el patio del cole.