Ayer un joven portugués se me acercó en la calle y me pidió una ayuda. Lo hizo con la musicalidad melancólica de los portugueses, que en mi opinión añade a la solicitud un componente de emotividad verdaderamente irresistible. Hay que tener un corazón de piedra para no conmoverse ante el discurso mendicante de un portugués. El hombre tenía buen aspecto, miraba de frente y se esmeró en explicarme con mucho detenimiento que no quería necesariamente dinero, sino que lo que necesitaba con urgencia era comer, y en consecuencia se ofreció a acompañarme a una panadería que había cerca de allí para que yo le comprase una barra de pan o lo que yo estimase conveniente, y que esa adquisición de pan iba a resultar mucho más económica para mí que invitarle a un pincho en el centro de Bilbao. «La barra de pan cuesta menos de un euro y un pincho cuesta como mínimo un euro y medio, y el pan quita mejor el hambre», me dijo el portugués, que razonaba con precisión y que hacía una lectura incontestable de la realidad del comercio.
La crisis ha traído el hecho físico de la mendicidad cotidiana y multitudinaria. Cualquiera que viva en una capital de provincia se encuentra todos los días con varias personas que piden por la calle, y eso en el caso de que uno mismo no tenga la desgracia de ser ya una de esas personas, cosa que no podemos descartar. Conocemos casos de gente que pide abiertamente por la calle y casos de personas que no lo hacen todavía pero que empezarán a hacerlo en cuestión de minutos. El abrasivo devenir de la crisis nos ha puesto en estas tesituras, que son de una truculencia increíble. Por ello, estábamos acostumbrándonos al escenario de la mendicidad, pero hasta ahora había predominado el estilo airado y rencoroso, perfectamente lógico en el momento actual. Lo que yo no había visto nunca es a un hombre pidiendo con la detallada lucidez y la concreción conceptual de este portugués. Por decirlo de alguna manera, uno no querría dar limosna al portugués, sino que querría ofrecerle un trabajo, ya que este portugués ha ofrecido en pocos minutos una impresión de seriedad máxima. Que no se me entienda mal: evidentemente, a mí me gustaría que todo el mundo tuviera trabajo, pero no me importaría que este ciudadano fuera mi jefe en cualquier empresa.
El propósito del portugués era doble: por un lado, comunicar su necesidad sin margen para el equívoco (dejando claro que no quería dinero para vino porque no se trataba de un borracho callejero), y, por otro lado, ofrecer una solución práctica de acuerdo con las circunstancias. En vista de lo cual, yo le di dinero. El portugués tomó el dinero y me miró en silencio con una sonrisa magnífica, totalmente digna; me hizo partícipe de cierta fraternidad humana poco usual.
Dicho todo lo anterior, no es descartable que este portugués sea en realidad un canalla de tomo y lomo y que al final se haya gastado el dinero que le di en una copa de Marie Brizard, y que, por tanto, me haya pegado un sablazo infame con engaño y dolo, pero, si así fue, la puesta en escena tuvo tales niveles de calidad escenográfica que ese mérito actoral también merece ser remunerado. Si me hubiera engañado, digo, creo que hay que tomarse el hecho como un ejemplo espléndido de teatro de calle, y en consecuencia la remuneración por su actuación es justa.