Julio Anguita

El pasado domingo La Sexta emitió un programa de Salvados grabado en septiembre de 2012 y en el que el presentador entrevistaba a Francisco Alvarez Cascos y a Julio Anguita, a propósito del supuesto déficit de representatividad de la democracia española. Supongo que ir a Gijón para ver a Cascos y visitar a Anguita en Córdoba fue una manera de confrontar en el mismo programa a dos posturas medianamente antagónicas que, cada una en su estilo, han desaparecido de la política española. Ambos dirigentes tienen una manera muy especial y distinta de expresarse; Cascos ha ganado peso abdominal y ha perdido cierto nervio, y tiene hoy una gravedad seca y abotargada que inspira intranquilidad, mientras que Anguita sigue siendo el mismo orador magnífico que ha sido siempre: profesoral, muy dotado, provisto de una cursilería indiscutible.

Ambos están aproximadamente en el extrarradio de la política, y dicen poco más o menos lo que les apetece, con lo que se convierten en dos joyas para un programa como Salvados, que se basa en las declaraciones sensacionales que Jordi Évole consigue extraer con mucho arte a cada entrevistado. Cascos dejó entrever determinada cantidad de resentimiento personal, mientras que Anguita describió la situación actual de desmoronamiento institucional y económico con gran detalle y a su relamida manera, demandando una respuesta popular articulada contra los opresores y rematando su intervención con una serie de dicotomías bastante gruesas: «El enfrentamiento es entre ellos y nosotros: entre los recortadores y los recortados».

De la intervención de Cascos poco se puede sacar. Este señor dio poco juego (su frase más singular fue «no me haga usted hablar, no me haga usted hablar») y dejó más o menos claro que está muy quemado con todo el mundo: con la izquierda, con el PP y con los medios de información. En este sentido, y bajo los parámetros de Salvados, la entrevista de Cascos puede considerarse un fracaso completo. Anguita, por el contrario, estaba encantado de recibir la visita de Évole y dio una especie de conferencia con el talento natural que tiene para la exposición. Anguita describió la situación primorosamente y llegó a las conclusiones que cabe suponer. El problema es que, tal y como estamos viendo hoy en Chipre, cualquier análisis que en estos momentos quiera hacerse sobre la falta de representatividad y cualquier iniciativa que quiera plantearse sobre lo que está pasando están supeditados al monumental problema de la deuda, que lo cubre todo como un manto fatal. Por resumir chapuceramente el problema, diremos que la cuestión está en que nuestro país debe mucho dinero en todos los ámbitos y a todos los niveles (a nivel institucional, a nivel familiar, a nivel empresarial, a nivel particular) y en principio parece que esa deuda debe ser satisfecha, salvo que el señor Anguita esté por una condonación de nuestros descomunales préstamos o por un impago de proporciones nunca vistas, en cuyo caso podríamos efectivamente refundar la democracia y mejorarla, pero también nos enfrentaríamos a un futuro en el que durante mucho tiempo no veríamos por aquí ninguna clase de capital foráneo o de inversión exterior (que habrán huido a toda velocidad de un lugar en donde no se paga lo que se debe). Tendríamos una democracia eficacísima para poder gestionar un secarral económico inaudito.

Es decir, que el señor Anguita utilizó sus lustrosas cualidades de orador cordobés y expuso fenomenalmente sus puntos de vista, puntos de vista que en condiciones de normalidad financiera cualquier persona corriente compartiría sin apenas discrepancia, pero no pronunció en ninguna ocasión la palabra deuda. Y resulta que la deuda es lo que condiciona todo y lo que convierte el discurso del señor Anguita en volutas aéreas y en un alarde de elocuencia que se evapora frente al tenebroso peso específico del pago de la deuda.

Cuando Anguita terminaba de hablar, sonaron unas campanas. «Igual están tocando a muerto», dijo don Julio con una sonrisa.

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