La momia de Chávez

Ha muerto Chávez y se han desencadenado los acontecimientos de duelo tremebundo. Buena parte de los ciudadanos venezolanos se ha echado a la calle para aclamar al presidente muerto y para mantener viva su memoria con lágrimas en los ojos y con una exhibición impresionante de aspavientos dramáticos; incluso parece que todo va a concluir con la momificación de los restos del presidente, de cara a su veneración postrera.

Los países de cultura latina somos más o menos dados a estas exhibiciones de dolor histérico, mientras que en los países del ámbito anglosajón o nórdico se hacen estas cosas en silencio, sin ruido. Hay un viejo chiste que resume muy bien todo esto:  un matrimonio inglés está en el entierro de la abuela, y la mujer se pone a llorar como una loca; el marido le mira con severidad y le dice: “Margaret, por favor, que nosotros no somos italianos”. El aparato mediático bolivariano exhibe todo este espectáculo como síntoma de apoyo a la revolución chavista, aunque, de todas formas, las manifestaciones colectivas de dolor son fenómenos de los cuales no podemos sacar muchas conclusiones; en este sentido, deberíamos recordar, sin ir más lejos, las celebraciones funerales de Francisco Franco, en las que se reunieron multitudes insólitas, y que ofrecieron un panorama imponente de fuerza demoscópica; dos o tres años después, en España ya no había un franquista vivo.  No diremos que la revolución bolivariana vaya a perder fuerza, pero sí tenemos que reconocer que las multitudes desatadas se retroalimentan y generan una bulla que a veces es muy superior a su representatividad real.

Lo más destacable de este ceremonial es el asunto de la momificación del presidente. Todos los que pensaban que el dirigente venezolano era un hombre de indudable carácter autoritario y mesiánico (en base a sus actos y a sus alianzas políticas internacionales) acaban de encontrar la prueba irrefutable de que esa impresión estaba relativamente cerca de la realidad, y esa prueba es el embalsamamiento y posterior exhibición de la momia de Chávez. No hay ningún régimen democrático medianamente presentable que opte por este tipo de procedimientos; más bien son los regímenes de marcado carácter tenebroso los que tienen alguna momia en forma de reliquia ante la que orar y a la que adorar.

Parece que el deseo de momificación es además la evidencia de que el difunto presidente estaba convencido de que su figura era providencial en el devenir histórico de Venezuela; de hecho, hay revelaciones recientes que acreditan esa idea y que nos describen a un hombre que no entendía cómo podía ser posible que Dios quisiera llevárselo tan pronto, a la edad de 58 años, en plenitud del furor bolivariano. La enseñanza que todo esto tiene para los que seguimos por aquí, más o menos con vida, es que en la muerte todos nos igualamos por abajo y que es bastante probable que cada uno de nosotros sea más prescindible de lo que uno piensa. En este sentido, cabe la posibilidad de que la humildad y una cierta distancia crítica nos ayuden a huir de la fatuidad personal, que vista desde fuera es siempre grotesca.

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