Montañas de morralla

Una de las poquísimas cosas medio buenas que tiene la situación actual es que, con la crisis, de una u otra forma hemos dejado de comprar objetos absurdos. Hasta hace poco dedicábamos espacio, tiempo y cantidades considerables de dinero a reunir y mantener chorradas. Hemos ido recogiendo cualquier cosa que nos hemos encontrado por ahí. El afán de consumo, que es el motor de la economía moderna, se pasó ligeramente de rosca en un momento dado y dio paso a la adquisición de bienes y servicios al buen tuntún. El acceso al dinero fue objeto de un proceso de simplificación tal que se dieron determinadas circunstancias en las que si uno no gastaba o consumía a lo bestia era una persona sospechosa y un hombre poco recomendable.

Por esa senda fuimos hasta llegar a la realidad tenebrosa que tenemos delante y que hoy nos rodea irremisiblemente. En esa senda recorrida, cualquier cosa que aparentase alguna ventaja competitiva con respecto al resto de cosas comparables era adquirida ipso facto por cualquiera de nosotros, y la verdadera necesidad que tuviéramos o no del objeto en cuestión quedaba excluida de todo este proceso mental, un proceso fugaz y atropellado. Aquel artículo que incluyera un aparente descuento, una promoción o que tuviera un precio en euros que rozara el siguiente dígito al alza (9,95, o 99,95, por ejemplo) tenía nuestra aprobación automática y acababa en nuestra faltriquera. Es la metodología del chollo. El chollo es algo que está ahí, a nuestro alcance, y hay que trincarlo. Ahora no nos hace falta, pero algún día quizás sí, y en todo caso es baratísimo, una ganga, oiga.

Y hemos acabado donde estamos, o sea, rodeados de toneladas de mierda inservible. De acuerdo con la ley del péndulo, que es inapelable y que se cumple siempre, cuando uno llega a un extremo empieza a viajar de forma imparable al extremo contrario, y, así, resulta que ahora no compramos nada. La crisis nos impide incurrir en gastos incluso cuando podríamos hacerlos, y estamos empezando a hacer un inventario de las tonterías que fuimos comprando durante los años alegres para ver si podemos hacer algo con toda esa morralla; lamentablemente, la morralla es igual de inútil hoy que cuando la compramos. Hay que ver si nuestra economía puede aguantar ese frenazo en el consumo de cacharrería disparatada, aunque ya estamos viendo los primeros efectos del parón.

Y ojo, porque nuestra apetencia por las ofertas sigue en vigor, aunque ligeramente modificada; ahora nos llevamos a casa cualquier cosa que esté en promoción gratuita. Hace unos días había una chica en la calle que repartía folletos promocionales de una tienda, en los que se aseguraba que, si uno acudía al mencionado establecimiento, sería agraciado con un regalo promocional. La tienda estaba a un kilómetro de distancia del punto en el que se repartían los folletos, pero la gente recogía el folleto y se dirigía como un rayo a la famosa tienda sin pensar en qué tipo de comercio era aquél y en si el regalo que se le iba a conceder iba a mejorar de alguna manera el absurdo stock de quincalla que cada uno de nosotros ya guarda penosamente en su casa.

Afortunadamente para nuestros bolsillos, y pese a que seguimos pillados con estas cosas, ahora los artículos que perseguimos y nos llevamos a casa son exclusivamente ésos que tienen carácter gratuito, y que por tanto ni siquiera nos cuestan los famosos 9,95 euros. En consecuencia, ahorramos dinero, y bienvenido sea el ahorro. Eso sí: muchos de esos objetos gratuitos que ahora perseguimos continúan siendo superfluos. Parece que no será fácil disolver nuestra tendencia a la provisión y al depósito demencial de tonterías.

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