Según desvela la cadena televisiva 13TV, parece ser que Corinna ha estado utilizando presuntamente una dependencia oficial de la Casa del Rey (el palacio de La Angorrilla, en el complejo de El Pardo) para vivir en España con su hijo durante algunas temporadas bajo la protección del aparato del Estado. Esto supone un paso más en el convoluto general que vamos desenrollando paulatinamente en relación a este asunto tan peliagudo, que afecta de forma directa a las más altas esferas institucionales. Ahora bien: el hospedaje de la señora en un recinto oficial que tiene acceso directo desde Zarzuela nos lleva a una nueva fase de la trama, y es la fase de la intimidad incómoda. Hasta ahora íbamos intuyendo determinadas actividades de esta intermediadora internacional, algunas de las cuales va a detallar el director del CNI en sesión informativa secreta en el Parlamento, pero hoy vemos que ha habido una presunta convivencia más o menos doméstica entre Corinna y las altas magistraturas, con acceso directo y conexión continua.
Con la concreción de estos supuestos detalles hogareños, el público contempla un panorama incómodo. Cualquier ciudadano corriente se forma una opinión de cuál ha sido la situación conyugal de la primera familia del Estado, y las conclusiones que se sacan sólo pueden ser desagradables. Pido al distinguido lector que se ponga en la piel de cualquiera de los actores de este vodevil y que me diga cómo se sentiría siendo, por ejemplo, la sufrida consorte, teniendo a la competencia dentro de casa, por así decirlo. Una cosa es sospechar sobre las actividades que la pareja de uno lleva a cabo en la oscuridad de las tinieblas exteriores; otra cosa más grave es conocer estas actividades con mayor o menor certeza; pero lo que constituye una situación de una aspereza matrimonial sobresaliente es que además estas actividades se realicen constantemente dentro de los límites de la propiedad familiar (por muy extensos que sean estos límites y por muy rimbombante que sea la familia).
Visto lo cual, los españoles empiezan a tener una idea ajustada del nivel de frialdad existente en el interior de las dependencias más reservadas de la cúpula nacional, y parece lógico pensar que el ciudadano medio tiende a ponerse de manera instintiva del lado del damnificado de la pareja. En este sentido, la imagen de la primera figura de la arquitectura del régimen sufre un revés que no es uno más, sino que es el gran volapié social, porque nos desvela una falta sensacional de tacto. Hay una mayoría de personas que tolera las excursiones ocasionales, pero el establecimiento sistemático de una dinámica como la que ahora se revela con los hospedajes de Corinna puede ser fatal para la institución.
Y hay pruebas de esa fatalidad. Su majestad la Reina visitó el otro día la basílica madrileña del Cristo de Medinaceli y fue recibida por la concurrencia con una salva de aplausos que no tiene parangón en los últimos tiempos y que, por cierto, contrasta con los abucheos que últimamente recoge la otra mitad del núcleo dinástico en sus apariciones públicas. Los aplausos o abucheos no son certificados notariales de apoyo o rechazo y no tienen ningún peso demoscópico, pero en este caso coinciden con la más elemental reacción de solidaridad humana.