Pepe Sancho y el viejo teatro

El actor José Sancho ha muerto a los 68 años víctima de un cáncer de rápida resolución. Ha podido estar trabajando hasta hace prácticamente un mes. En sus últimas apariciones públicas, se le veía apagado; la voz leve y filtrada era en este señor un síntoma de que las cosas iban mal, porque su voz había sido siempre una voladura violenta, que a lo largo de los años había dado a Sancho una distinción y una individualidad inconfundibles. Este actor, además, se había caracterizado por una rara (y, a veces, arbitraria) libertad de opinión: hablaba de cualquier cosa y no siempre en el sentido que marcaba la corriente convencional de su profesión. Muchas veces expresó ideas contrarias a lo que imperaba en el gremio (fue, por ejemplo, un enemigo total del método y del pedagogo ruso Stanislavski), y esa independencia, unida a sus conocidas grescas con la prensa del corazón, han hecho que este actor fuera un hombre incómodo.

Yo vi dos veces en vivo a Pepe Sancho; una vez sobre el escenario y la segunda en un desayuno de promoción de su película Flores de Otro Mundo (1999), de Icíar Bollaín. Este señor era un hombre que causaba una impresión tremenda; no era una persona muy alta, pero tenía un físico imponente y rotundo y, su voz en vivo daba aún más miedo que en la televisión. Pero lo que más inquietud causaba era la sensación de que en cualquier momento podía explotar, aunque luego no explotase; de hecho, y en relación con Flores de Otro Mundo, la película que venía a promocionar en aquella ocasión,  las respuestas que daba a cualquier pregunta eran ejemplos de ponderación, buen juicio y mesura.

La muerte de Sancho es un episodio más de la natural evolución vegetativa del teatro español, que en los últimos treinta años ha evolucionado muchísimo. En la época de debut de Sancho (hace cincuenta años), el teatro era un espectáculo popular que se regía por unas normas rígidas: los actores nuevos empezaban de meritorios, sin estudios, e iban aprendiendo el oficio mediante la observación y la práctica, y poco a poco escalaban posiciones en la estructura piramidal de las compañías, hasta convertirse en primeras figuras. Hoy por hoy, en cambio, los actores de teatro reciben formación académica específica y han aparecido los expertos que enseñan teoría de la conquista del espacio y que recomiendan la ruptura de las normas. Curiosamente, los resultados de esta evolución no parecen excesivamente satisfactorios: la puesta en escena de las obras de hoy es agotadora, y, en términos de interpretación, los actores jóvenes son muy sufridos pero desconocen rudimentos tan importantes como la técnica de proyección de voz. Esa técnica esencial, que los actores antiguos habían adquirido con la práctica, es lo que permitía que Pepe Sancho dijera cualquier cosa sin gritar y aún así se le oyese perfectamente desde lo más alejado del último gallinero; la ausencia de esa técnica es lo que impide que a un actor joven se le oiga en la primera fila, por mucho que grite.  Además, la política del grito mal proyectado genera en el público una sensación incómoda, porque hace que el actor se esfuerce, se tense y que transmita inseguridad (aunque sea un profesional solvente y no vaya a equivocarse en ningún caso). El público no quiere tener la sensación de que el actor puede equivocarse en cualquier momento. La intensidad mal conducida genera inquietud.

Y Pepe Sancho, que era de la calaña de José Bódalo, José María Rodero, Ismael Merlo o Alberto Closas, era un cómico que decía el texto con las manos en los bolsillos, sin aparente esfuerzo, participando de la facilidad que transmite el que domina su oficio. Esa facilidad impresionante es lo que hacía que el público estuviera seguro de la fiabilidad de estos actores, pudiera olvidarse de la actuación y se entregara, fascinado, a la obra pura, al texto. Por desgracia, este tipo de teatro se acabó; nos quedan, a cambio, los gritos que no se oyen, las carreras histéricas por el escenario, los montajes teatrales intertextualizados, la ruptura de las unidades y, en definitiva, la representación de La Vida es Sueño en un urinario público.

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