Mediante el pregón preceptivo, llamada crida, se han inaugurado oficialmente las Fallas de Valencia. Estas fiestas tienen una repercusión a escala planetaria y se han convertido en un foco turístico de mucha importancia. Parece que hay un porcentaje relativamente alto de la población nacional que tiene gran afición por las festividades populares en general y por las Fallas valencianas en particular. A toda esta gente le entusiasman los ninots, la mascletà, la cremà y el resto de elementos básicos de las Fallas. A los no iniciados, sin embargo, la bondad de estos aspectos de la fiesta se nos escapa un poco. Aquel pobre internauta que haya tenido la desgracia de investigar un poco en este blog se habrá dado cuenta enseguida de que aquí tenemos una afición casi nula por los petardos y por los fuegos de artificio, y de hecho ya hemos explicado nuestro desconcierto ante todo lo que venga acompañado por pólvora y estruendo. En el caso de la mascletà, se produce además el hecho de la ausencia completa de cualquier elemento visual, concretado en colores o en formas originales; la mascletà es un zafarrancho atronador en el que el único fenómeno que se capta con el ojo es el humo. El atractivo de estas descargas horripilantes está escondido en algún lugar de difícil acceso para los que somos unos zoquetes redomados.
También tienen mucho éxito los ninots, muñecos monumentales realizados con una técnica sobresaliente y que representan las más variadas temáticas. Desde un punto de vista estético, los ninots pueden ser de buen o mal gusto, pero es justo decir que casi siempre están bien rematados y que su confección es un modelo de calidad y de maestría desplegada durante todo el año. Precisamente por ello, a los no iniciados nos parece que quemar estos monumentos tan bien presentados es una decisión precipitada, pero está visto que todo en estas fiestas debe acabar en alguna ceremonia destructiva (explosiva o incendiaria), con lo cual el último día de las fiestas se les prende fuego a estos muñecos y el público se conmueve y llora. Ante este procedimiento, que se repite anualmente, los que somos unos ignorantes completos tenemos que encogernos de hombros.
Ahora bien: tenemos que reconocer que las Fallas son un marco en el que se despliega con todo su esplendor otra manifestación popular que incluso los más obtusos reconocemos como muy positiva; me refiero al fenómeno de las bandas de música. En cualquier lugar del mundo podemos encontrarnos formaciones musicales de calidad reconocible, y habrá a quien le guste más un estilo de música que otro, como es natural, pero es preceptivo proclamar que en pocos sitios puede uno escuchar prodigios de afinación, gusto o precisión como los que uno escucha cuando está ante un conjunto de instrumentos de viento y percusión procedente del Levante español. La tradición levantina en esta modalidad armónica es imbatible y sus bandas de música suenan como ninguna otra cosa. Cuando uno se encuentra frente a una banda valenciana, y escucha un pasodoble, hay que tener el cerebro perfectamente disecado y los órganos sensoriales en congelación para no quedarse admirado y conmovido, independientemente de que a uno le guste o no dicho pasodoble, que por otra parte tendrá sus detractores, sobre todo entre aquellos que enmarcan esta clase de música en una tradición castiza con la que no quieren tener nada que ver por motivos puramente extramusicales. Desde luego, no digo yo que el pasodoble sea el cenit de la creación musical universal, ni mucho menos; pero digo que la música accesible, interpretada con gusto y precisión, entra en el ser humano por los oídos e inutiliza los mecanismos del razonamiento; de hecho, no es necesario tener raciocinio para conmoverse con la música, hecho que está repetidamente demostrado. Y una banda valenciana de música es, en este sentido, un agente admirable de bienestar auditivo.
Lamentablemente, parece ser que en Valencia, durante las Fallas, el sonido de estas excepcionales bandas de música tiene que conseguir abrirse paso entre las explosiones de los petardos. Fastidia ver cómo la calidad queda embozada entre el humo.