Ayer falleció el ensayista y diplomático francés Stéphane Hessel a los 95 años de edad. Este señor tuvo una trayectoria que ya se conoce: testigo activo de episodios tremendos (víctima de los campos de concentración nazis, miembro de la Resistencia, partícipe de la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, embajador francés en los más diversos destinos, activista político de mucho peso específico), Hessel alcanzó una fama sensacional con la publicación en 2010 del panfleto “¡Indignaos!”, cuya difusión e influencia han sido formidables, y que han convertido a su autor en el profeta nonagenario de los movimientos de agitación que hoy se ven en cualquier parte. No conozco con gran detalle la personalidad última de este señor, y estoy seguro de que cualquier persona con mediana curiosidad podrá encontrar en la Red información muy completa de su venerable peripecia vital. En cambio, sí que he podido leer “¡Indignaos!”, lo que por otra parte no tiene ningún mérito porque “¡Indignaos!” es un documento de apenas 27 páginas escrito con un estilo sin grandes barroquismos, cosa que se agradece. En concreto, pienso que la simplicidad y la breve extensión del documento son factores importantísimos que explican su éxito y sus ventas, que ya están por encima de los 5 millones de ejemplares.
No voy a entrar a analizar este texto que por muchas razones es tan importante para mucha gente. Sin embargo, hay dos frases del libro cuya formulación y trasfondo me parecen curiosos. La primera es una afirmación rotunda: «Nunca había sido tan importante la distancia entre los pobres y los más ricos”. Esta sentencia se deja caer en mitad del ensayo y no se acompaña de ningún apoyo documental que la justifique; tal vez por eso, el efecto que produce en el lector es el de una descarga tremenda. Desde un punto de vista literario, no hay nada que objetar, porque ya digo que la frase consigue su propósito sensacionalista; en cambio, desde cualquier otro punto de vista, la sentencia parece formulada con una arbitrariedad total. Yo no sé si ahora estamos en el momento histórico en el que hay una mayor distancia entre ricos y pobres; más bien, me parece que, por el contrario, en casi todos los periodos históricos de los que se tiene noticia esa distancia ha sido muchísimo mayor que la que hay en la actualidad; en todo caso, una mínima prudencia no me permite afirmar una cosa o la otra con el estruendo categórico con el que lo hace el señor Hessel.
La segunda frase curiosa del ensayo de Hessel está relacionada con el filósofo alemán Walter Benjamin, y dice así: «Benjamin, quien se suicidó en septiembre de 1940 para huir del nazismo». Aquí el lenguaje de Hessel es ligeramente impreciso (puesto que en principio huir implicaría encaminarse hacia algún lugar para evitar un daño, y me da la impresión de que el método de huida elegido por el filósofo Benjamin no le llevó a ningún sitio de este mundo y, eso sí, le evitó el daño nazi, pero a cambio de obtener automáticamente el final de sus propios días). Sin embargo, lo más interesante de la frase es que participa de una corriente general indiscutible que se observa todos los días: el afán por determinar de forma definitiva los motivos de un suicidio. No digo yo que el filósofo Benjamin se suicidase por amor o por cuestiones económicas (no conozco de ninguna manera el caso, y por lo visto este señor estaba siendo perseguido por los nazis), pero creo que, de manera cotidiana, la gente no sólo trata de buscar un motivo para cualquier suicidio que se produzca (cosa lógica) sino que además lo encuentra y lo certifica. Cuando se produce un suicidio, enseguida ya sabemos a qué se debe porque nos lo explican en la prensa y en la televisión.
Me parece que este asunto no es tan elemental. El suicidio es uno de los actos de carácter más personal que uno puede acometer, y no hay ninguna posibilidad de saber qué es lo que realmente piensa el suicida en su momento último y fatal. Puede haber unas circunstancias objetivas que inducen a ponderar diferentes razones que alguien haya podido contemplar a la hora de tomar esa decisión, pero de ahí a la determinación indiscutible de los motivos del suicida hay una distancia larguísima, que, sin embargo, todos los días se recorre en pocos segundos. Esta alegría a la hora de certificar las causas que provocan un suicidio puede llevarnos a responsabilizar de esos suicidios a quien tal vez no tenga ninguna responsabilidad, y con ello podríamos conseguir un recalentamiento añadido y gratuito de las ya acaloradas condiciones de convivencia que tenemos en estos momentos. Tengo muchas dudas de que ese recalentamiento sea beneficioso.