Hablo con un conocido para que nos veamos hoy y me dice que no puede porque tiene que ir al gimnasio, y de hecho me invita a acompañarle, invitación que rechazo educadamente. Por lo visto, los gimnasios se han convertido en grandes centros urbanos de reunión. Las personas que viven en áreas metropolitanas van recurrentemente al gimnasio, lugar en donde queman calorías y charlan de sus cosas, además de dejarse ver, cosa que en teoría es un asunto muy importante. Es evidente que las personas sienten la necesidad de hacer ejercicio y que ese ejercicio se complica mucho en las ciudades; uno no puede salir a correr por según qué zonas urbanas por motivos de pura seguridad vial. Sin embargo, en mi opinión (opinión que vale lo mismo que la de cualquier otro), el gimnasio es un lugar francamente desagradable y que como centro de reunión deja mucho que desear, aunque entiendo que la vida moderna en la ciudad es de una actividad máxima y que la gente tiene la incomprensible manía de hacer deporte, así que, como decimos, todo el mundo acaba en el gimnasio. En este sentido, los gimnasios más interesantes son aquellos en los que la gente hace deporte rápidamente y se va, como los que regenta mi amigo Gonzalo Artiach. El gimnasio entendido como un pub o una taberna no deja de ser una broma pesada: no es posible comparar un bar bien aclimatado y provisto de profesionales expertos, en el que uno se acomoda y puede tomar cualquier colación en la mejor compañía, con un lugar cerrado en el que la gente acude teóricamente con el propósito de sudar.
Todas estas circunstancias nos hacen pensar que la gente está utilizando el gimnasio como un lugar idóneo para la famosa desconexión, de la que ya hemos hablado en este blog; la desconexión es el fin último de todos los actos lúdicos de un urbanita. Hay que desconectar. La búsqueda de la desconexión se basa en el hecho de que consideramos que nuestras vidas son en general un auténtico fiasco; se ve que teníamos unas expectativas exageradas que no se han cumplido, y por ello buscamos la mentada desconexión. En cuanto hay dos días libres, todo el mundo sale pitando a cualquier lugar que sea diferente al que vemos a diario. Las carreteras se llenan de coches cada viernes, y no digamos cuando hay uno de esos puentes. Incluso los periódicos encabezan secciones de ocio con títulos que aluden de manera explícita a la desconexión: se proponen planes (visitas a restaurantes o a hoteles, por ejemplo) para conseguir desconectar.
El afán por lograr la desconexión por medios físicos (viajes, visitas a restaurantes o gimnasios, actividades lúdicas peligrosas) revela nuestra incompatibilidad con el escenario que nos rodea, pero además revela nuestra incapacidad introspectiva. Necesitamos movernos físicamente puesto que no somos capaces de hacerlo mentalmente. Las personas que pueden convivir con su entorno diario y con su pensamiento íntimo son las que no tienen por qué irse a ningún sitio ni realizar ninguna actividad rocambolesca; en ese sentido, son personas superiores. A estas personas hay que darles la enhorabuena, porque viven en paz y además ahorran dinero; los demás vamos tirando de mala manera y seguimos intentando escapar de nuestras vidas cochambrosas en cuanto tenemos media hora libre. Qué le vamos a hacer.
Por desgracia, la crisis está acabando con muchas cosas, y entre ellas está nuestra capacidad de desconexión, ya que a) no tenemos dinero suficiente para emprender las actividades desconectivas, y b) muchas personas ya no tienen ninguna realidad de la que desconectar porque la crisis les ha dejado sin actividad laboral diaria. Por tanto, empieza a ser muy conveniente aprender a soportar nuestra circunstancia general. Quienes puedan tolerar su entorno y tolerarse a sí mismos son los que van a sobrevivir en el mundo depauperado que hoy tenemos ante nuestros ojos.