El Papa dimite

Benedicto XVI renuncia a su cargo y dejará de ser cabeza de la Iglesia Católica a finales de mes. Este señor ha declarado que su agotamiento físico es incompatible con las exigencias del pontificado, y por tanto volverá a ser Joseph Ratzinger después de ocho años al mando. El hecho es muy poco frecuente; las renuncias de Papas no llegan ni a media docena en 2.000 años de historia, y la última, de Gregorio XII, data del año 1415. Debido a esta falta de costumbre, la noticia ha tenido un impacto lógico en todo el mundo, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Como se sabe, el pontificado de Benedicto XVI ha sido interpretado de las maneras más opuestas: para los no católicos, Benedicto ha sido un Papa reaccionario, inmovilista y partidario de una regresión indomable y recalcitrante; para los católicos, este Papa ha aportado una gran altura intelectual, un análisis preciso de la religiosidad y una búsqueda del debate continuo sobre cuestiones de fe.

No hay mucho que aportar en esta disyuntiva. Cada cual tiene su opinión, que en estas cuestiones es una opinión irrefutable por ser precisamente la opinión particular de cada uno. Ciertamente este Papa ha sido un teólogo activo y preciso, sin rastro de palabrería hueca, y en sus escritos, homilías y encíclicas ha resultado más profundo que su antecesor, aunque también hay que decir que ha sido un Papa menos andarín, simpático y emotivo que Juan Pablo II, estando ambos en el mismo plano de conservadurismo firme y cada vez más alejado de las corrientes generales del pensamiento cibernético y de los usos y costumbres del mundo moderno. Ambos papados han bregado contra el desorden y el relativismo, y lo han hecho con bastante poco éxito, pese a que, probablemente, un Papa tiene la obligación de ser conservador si es que quiere preservar la infraestructura moral de su organización, organización que, por otra parte, es la quintaesencia del conservadurismo (dicho sea en el sentido estricto del término).

Sin embargo, el hecho de la renuncia es un factor diferenciador entre este Papa y su antecesor: Ratzinger se siente cansado y dimite, mientras que Juan Pablo II se mantuvo en su puesto con una tenacidad inquebrantable y contra la lógica del deterioro, que en su caso estaba manifestándose en un desmadejamiento progresivo de su figura física. Wojtyla se pasó casi una década viajando descuartizado por el mundo ante los ojos de sus fieles, y en sus últimos años su figura terciada y su voz casi inaudible provocaban sensaciones contrapuestas entre su público. Algunos aseguraban que esta política de ostentación del deterioro suponía un ejemplo positivo de ánimo de superación y una demostración inequívoca de sacrificio y de compromiso con la comunidad. Otros decían que aquello era un espectáculo poco edificante que además inspiraba no pocas dudas sobre los designios divinos, y que, en vista de las circunstancias, Dios estaba escribiendo con renglones excesivamente torcidos.

En cambio, Ratzinger ha dimitido y con este gesto ha dado un golpe final de modernidad a su papado. Ratzinger ha dimitido precisamente en un momento en el que no dimite nadie, y lo ha hecho cuando buena parte de las personas que habitan en este planeta se creen imprescindibles en su pequeño ámbito, por muy absurda que resulte tal creencia. En este sentido, la renuncia del Papa es un gesto revolucionario y un acto de humildad sin precedentes.

Los partidarios del sacrificio papal sin matices al estilo de Juan Pablo II pensarán que Ratzinger se está equivocando; sin embargo, el catolicismo conoce que desde el I Concilio Vaticano (1870) está definida la llamada infalibilidad del Papa, dogma de fe que indica que en las decisiones pontificias el Papa está asistido por el Espíritu Santo. Por tanto, tanto la renuncia activa como el mantenimiento recalcitrante de la actividad en la decrepitud son posturas acertadas y de acuerdo con la voluntad divina, pese a ser específicamente opuestas y contradictorias. Está visto que los caminos del Señor son inescrutables.

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