«En todas las cosas hay una grieta / que es por donde entra la luz» (Leonard Cohen)
Dentro del problema sobre el que venimos tratando desde hace unos días, problema que estamos considerando desde una cierta abstracción y con la superficialidad que nos caracteriza, hay que decir que el calentamiento general en España puede tener una cierta vía de escape que comience a posibilitar la refrigeración social. Esa grieta es el movimiento demográfico.
Según datos de reciente publicación, España tiene una densidad de población de 94 habitantes por kilómetro cuadrado, mucho más baja que las de Alemania (230 habitantes), Italia (198) o Reino Unido (263). Como es natural, la distribución de habitantes españoles sobre el territorio está muy lejos de ser uniforme. Hay una concentración asfixiante de gente en cuatro provincias: Madrid (con 626 habitantes por kilómetro cuadrado), Barcelona (598 habitantes), Vizcaya (514) y Guipúzcoa (379). En las demás provincias (que configuran la inmensa mayoría del territorio total) la densidad de población es mínima, con muchas provincias por debajo de los 50 habitantes por kilómetro cuadrado. Estos datos nos incitan a concluir que España es en términos globales un país despoblado, aunque simultáneamente en determinados lugares se ha ido agolpando la gente de forma masiva.
Supongo que esa despoblación general junto a esa muchedumbre particular son movimientos que tienen su origen en el dinero. Durante décadas, la población se ha movido en la dirección del dinero, de la producción industrial, de la prosperidad; consecuentemente, el campo ha quedado vacío. Esto es de una obviedad que no merece mayores explicaciones. El problema es que esa prosperidad urbana ha quedado desbordada: la creación de riqueza se ha detenido y ahora no hay trabajo para todos en esos centros de concentración urbana. Por tanto, podemos mantenernos en esta atrofia multitudinaria de las ciudades y llegar poco a poco a la desintegración social definitiva, o bien podemos optar por soluciones radicales que vayan en la línea de la traslación poblacional al descampado, por decirlo en términos quizá un poco enrevesados. Poco a poco, esta traslación va a convertirse en inevitable; habrá que moverse al mundo rural.
Ese mundo presenta por ahora grandes desventajas, entre las que destaca la falta de movimiento económico, producto de la propia despoblación. Si nos movemos al pueblo, la pregunta es la siguiente: ¿qué podemos hacer allí? ¿Qué bienes podemos producir? ¿Qué servicios podemos ofrecer? Y ¿a qué clientela vamos a poder atender? Por ahora, la respuesta es desconocida. Allí no hay estructuras. Yo creo que a medida en que se produzcan las migraciones aumentarán las posibilidades de desarrollar actividades económicas rentables. Hay que imaginarse este panorama como si fuéramos colonos del Oeste americano del siglo XIX: el flujo demográfico genera de manera autónoma una demanda de bienes y servicios. El movimiento de traslación popular genera un movimiento de rotación doméstica; si se establece gente en un lugar, esa gente requiere unos servicios.
Se me dirá que éste es un planteamiento simplista y poco concreto. En efecto: es un planteamiento basado en la observación, pero también en intuiciones y en pálpitos. Pero hay dos cosas indiscutibles: en primer lugar, que la gran ciudad ha dejado de ofrecer oportunidades de generar ingresos; y en segundo lugar, que la vida de pueblo es por ahora incierta pero es mucho menos costosa que la vida urbana. Sabemos pocas cosas de vivir en el campo, pero una cosa que sí sabemos es que vivir allí es barato. Esta realidad es clave para evaluar las posibilidades reales de un eventual regreso a la provincia.
Intentaremos especificar un poco más todas estas teorías tan poco consistentes.