Enlazando con lo que hemos anticipado en la entrada anterior, hay un problema esencialmente ciudadano, en cuanto a que es un problema relativo a la ciudad en conjunto: ese problema es la ebullición nerviosa general. Para empezar, andamos con prisa. Es una verdad de muy difícil refutación. Vamos por ahí a toda velocidad, frenéticamente, sin pensar bien en lo que hacemos, rematándolo todo de mala manera, y esto desemboca en la chapuza generalizada, que es el patrón rígido del funcionamiento del paîs. La gente conduce sus coches con una violencia fatídica; nos pisamos unos a otros por la calle; nos enfadamos con un camarero que tarda más de un minuto en servirnos un café. Aquel amable lector que esté leyendo esto desde una ubicación más o menos campestre se quedará extrañado y no reconocerá la realidad que aquí se describe. Eso se debe a que, por lo que parece, este problema de la celeridad demencial se da solamente en el mundo urbano; por el contrario, en los pueblos puede verse un ritmo acorde con aquellas frecuencias cardiacas identificadas como saludables. En los pueblos y en el ámbito rural se va más despacio y sin embargo se llega antes; esto no solamente es debido a las reducidas distancias, sino que, además, en las ciudades observamos la tremenda concentración de seres humanos y el recalentamiento nervioso que esta aglomeración provoca. La masa compacta de hombres en frotamiento proporciona una dificultad física para la convivencia, pero también aporta dificultades espirituales; por decirlo de otro modo, la aglomeración nos impide el paso físico de forma literal, pero también altera la mente y nos crispa, desembocando todo en la intransigencia de las cosas pequeñas.
Esta intransigencia urbana es un virus que provoca reacciones nefastas. Empezamos por no tolerar ni el más mínimo retraso o contratiempo y acabamos considerando al prójimo no como un potencial compadre, proveedor o cliente, sino como el enemigo, el hombre que quiere quitarnos nuestro puesto, nuestra hacienda y nuestros derechos. Esa desconfianza tiene consecuencias horribles para la buena marcha del comercio; además, el hecho de considerar que todo el mundo está conspirando contra nosotros añade un elemento de desestabilización personal incuestionable, cosa que no hace sino empeorar la situación creada e imposibilita una salida a esta encerrona psicológica.
Todo esto hay que evitarlo. Ya no por la mera urbanidad o por buscar un decoro social aceptable, sino por la viabilidad de nuestro sistema, y porque además hay un movimiento demográfico en curso en el que podemos tener un punto de apoyo. Seguiremos avanzando sobre estas premisas en próximas entradas de este modestísimo blog.