Ayer estuve hablando con un hombre que llevaba peluquín. Me costó trabajo centrarme en nuestra conversación y no desviar la atención hacia el aplique capilar, que a mi modo de ver era evidente, escandaloso, de una falsedad notoria. Mientras hablaba con este señor, podía vislumbrar los contornos y límites de su peluquín, y me fijaba en las diferencias de calidades entre esa cobertura de atrezzo y su pelo real (que sobresalía por los laterales de la cabeza), unas diferencias contundentes. Llevar el peluquín con esa dejadez y esa falta de arreglo denota que esa llevanza debe ser un engorro importante y que llega un momento en la vida de uno de estos calvos en el que uno se cansa de la minuciosidad precisa con la que ha de colocarse la pieza sobre la cabeza, un momento en el que a uno le embarga una despreocupación definitiva por la ubicación y las condiciones en las que se lleva el peluquín. Puedo imaginar que la gerencia cotidiana de las relaciones con estos bisoñés tiende a ser una cosa molestísima, y dentro de esta gerencia incluyo la problemática del eventual descoloque o del posible desprendimiento del mapache. Porque no olvidemos que estas cosas van más o menos adheridas al cuero cabelludo mediante alguna sustancia untuosa de naturaleza inenarrable, y es probable que esa sustancia presente un porcentaje concreto de fallos derivados de cambios climatológicos, transpiraciones personales y demás contrariedades ambientales de diversa condición.
Frente a todo esto, que es una enumeración fría de las circunstancias que rodean a este asunto, está el hecho concreto y aplastante de que todavía queda gente por ahí que lleva peluquín. Al parecer, las inconveniencias adscritas al lucimiento del peluquín no son motivo suficiente para abandonar su uso, y se ve que el sufrimiento merece la pena: habrá algunos que llevan peluquín y que se sientan unos triunfadores absolutos con ese peluche en la cabeza. También puede ser que en realidad estas personas estén hasta las narices de llevar el peluquín, pero que no vean el momento propicio para quitárselo. Porque hay que decir que la decisión de ponerse por primera vez el peluquín es gravísima y no tiene vuelta atrás, salvo en momentos muy específicos de la historia de la estética, como en aquella época en la que se impuso la moda de las cabezas afeitadas de los futbolistas tipo Ronaldo o Iván de la Peña, una moda que facilitó la salida del armario de algunos de nuestros hombres del peluquín, que aprovecharon el momento para librarse del felpudo infame de una vez por todas.
Pero si exceptuamos estas pequeñas ventanas a la libertad, podemos decir que un hombre que se pone un peluquín está adquiriendo un compromiso vitalicio que no tiene parangón (puesto que incluso los tatuajes se pueden borrar ya con la tecnología adecuada). Y el hombre que tenía yo delante ayer era un hombre exhausto, aburrido, que probablemente estaba renegando de su aplique capilar, y no lo hacía quitándoselo públicamente, sino que estaba llevando a cabo su pequeña maniobra de insurrección a través de la mala colocación del bisoñé. Este señor desafiaba a la dictadura del peluquín adoptando un aspecto todavía más grotesco.
Teniendo en cuenta todas estas desventuras capilares, uno llega a la conclusión de que pocas cosas tiene que haber en el mundo que, con ese grado de sacrificio y angustia, consigan un resultado tan ridículo. Afortunadamente, las nuevas generaciones parecen ajenas a los peluquines. La mala noticia es que esas generaciones se inyectan bótox y toxinas en la cara y se extirpan algunas de sus costillas.