La Navidad de hoy

Evidentemente, estamos en Navidad. La tradición cristiana es la que es y no es necesario abundar en ella, pero parece claro que las fiestas navideñas han trascendido su dimensión y que sobre estas fechas se han volcado las más diversas costumbres occidentales juntas para mayor comodidad y para que haya un periodo homogéneo de celebración mundial. Es decir, que hay una festividad occidental generalizada que coincide entre finales de diciembre y primeros de enero (si exceptuamos a los mormones, que aseguran que el nacimiento de Jesucristo fue el 6 de abril).

Porque lo que se celebra, a falta de confirmaciones oficiales, es el nacimiento de Jesucristo. Lo recuerdo, puesto que resulta complicadísimo darse cuenta de este detalle hoy en día. Obviando el nombre («Christmas» significa nacimiento de Cristo, Navidad se refiere directamente a la Natividad de Cristo), el panorama es de celebración esterilizada, brumosa, con una parafernalia impresionante. La gente joven no sabe quién fue o debió ser Jesucristo; no les suena ni como personaje folclórico. La Navidad, en concreto, es ahora un abuso generalizado, un desmelene de comida, bebida y regalos. Esta situación no es nueva ni ha surgido de repente, sino que es el punto álgido de un camino largo. Primero se ha ido descristianizando la Navidad, sustituyendo la tradición litúrgica monolítica por una olla variopinta de tradiciones nórdicas, aconfesionales y neutras. Esta sustitución inicial redundó en una mejora de la sensación navideña general, y también contribuyó a la prosperidad de una serie de grandes almacenes y cadenas de tiendas. En esta primera fase, se tuvo el buen ojo de instaurar un muy gaseoso ambiente de bondad global, por lo que la Navidad dejó de ser cristiana pero se mantuvo dentro de unos límites indiscutibles de buenas intenciones y deseos de paz y prosperidad para todos los habitantes de la Tierra.

Últimamente, en cambio, se viene observando una eliminación total del componente de beneficencia lacrimosa que ha tenido la Navidad. Ya nadie habla de la paz ni de la solidaridad universal, y eso nos ahorra un montón de hipocresía social evidente; ahora, la gente va a la pescadería y compra siete kilos de nécoras como si no hubiera mañana, sin el más mínimo sentimiento de culpa. Hemos barrido de nuestro alrededor el poso de buena voluntad teórica que en estas fechas nos obligaba a intentar ser mejores personas, aunque fuera de boquilla; era un sentimiento superficial, lacrimógeno, de poco vuelo y que nacía medio muerto. Hoy ya no lo tenemos y podemos dedicar todas nuestras energías a dos tipos de trabajos navideños: la actividad estomacal, y, en concreto, a la deglución de productos agropecuarios carísimos, por un lado; y la compra y obsequio de aparatos electrónicos extraplanos, táctiles y no menos caros.

La Navidad es ya solamente eso.

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