Dice el señor académico de la Lengua y eminente profesor don Francisco Rico que el Quijote ha tenido tradicionalmente mucha más popularidad en otros países que en España. Estoy de acuerdo, y además quién soy yo para reconvenir a tan docto especialista. El Quijote fue un éxito relativo en el siglo XVII, pero siempre desde la lógica modesta de aquel momento editorial, con tiradas exiguas y lectores minoritarios; y, durante los cuatro últimos siglos, en España hemos leído el Quijote de forma ocasional y desorganizada, cuando resulta que en algunos países (como Inglaterra o Rusia) ha habido un verdadero apasionamiento popular por esta novela. Incluso entre algunos escritores españoles contemporáneos se puso de moda en determinados momentos alardear de no haberlo leído nunca, cosa que probablemente sea una pose insustancial. No obstante, ¿qué es lo que pasa en España? ¿Por qué no leemos el Quijote?
Para empezar, el lenguaje del Quijote, pese a que es de una claridad que impresiona, y pese a que es una maravilla de precisión, probablemente requiera un esfuerzo por parte del lector hispanohablante menos maleado, un esfuerzo que tal vez no sea necesario en el caso de un lector extranjero que lee una traducción relativamente moderna, más adaptada a los tiempos actuales. Otro problema que presenta el Quijote es la exigencia tradicional española de que los escolares de todas las épocas nos lo leyésemos en la infancia y en la adolescencia, dos épocas de la vida en las que este libro es un mamotreto de oscuridad indescifrable; parece comprobado que el Quijote ha de ser leído cuando el cerebro ya ha experimentado un asentamiento mínimo y más o menos permanente. Es lógico pensar que solamente un lector adulto y con una pequeñísima dotación de perspicacia va a ser capaz de leer esta novela con delectación, por puro placer.
Yo reconozco que en mi juventud hice varios intentos fallidos de enfrentarme con el Quijote: era un texto que me resultaba plomizo e indiscernible. De repente, cuando yo ya había cumplido los veinte años, tomé el libro y entré como en trance, leyéndolo de un tirón. Posteriormente lo he leído siempre que he tenido ocasión, a veces de principio a fin y otras veces abriéndolo por cualquier página y revisándolo episódicamente, con mucha calma. Pero repito que ha tenido que ser una vez terminada la etapa llamémosle adolescente de la vida, un periodo complicado, de una infructuosidad mental inenarrable.
Por tanto, hay que coger el Quijote a una edad suficiente. Pero hay que cogerlo, puesto que es uno de los pocos libros fundamentales e ineludibles, y porque posiblemente sea la novela moderna fundacional. De tal forma que Cervantes, en la primera parte de la obra, y a pesar de concebir el Quijote como una comedia disparatada, creó dos personajes protagonistas de una dimensión humana tan descomunal que le dio al mundo de la ficción literaria una profundidad de campo que hasta entonces no tenía. Cervantes crea a Quijote y a Sancho, don personas completas, con matices, y con una humanidad imprevisible. Sancho es llano y práctico, pero frecuentemente se salta su personalidad y dice o hace cosas impropias de su carácter; don Quijote es un supuesto loco que a veces no está loco y sobre el que planea la sospecha de que está fingiendo su propia locura para entretenerse, para animar su vida de modestísimo propietario rural. Cervantes, con estos dos personajes, inventa la literatura en tres dimensiones, por así decirlo.
Y esta creación genial se consolida en la segunda parte del libro, escrita años después y que comienza con la escena en la que a don Quijote le enseñan un ejemplar de la primera parte del libro y otro ejemplar de su continuación fraudulenta, el famoso Quijote de Avellaneda, una secuela exitosa y no autorizada de la primera novela. Alonso Quijano ve entonces que su locura, su historia moderadamente desquiciada, es algo que va en serio porque ya está impresa en los libros, y en libros de éxito (como las historias de caballeros que él tanto había leído); el personaje se queda literalmente sin habla, atónito y maravillado. Ese momento, tal y como está escrito por Cervantes, y por la conjunción equilibrada de literatura, realidad y humanidad sencilla, es el gran paso de la literatura universal, y una de las mejores cosas que uno puede y podrá leer en su vida.
Pero si hablamos de este libro no podemos quedarnos en recensiones profesorales más o menos improvisadas y sin excesivo valor: digamos de una vez por todas que, además de lo que tan torpemente acabamos de analizar con nuestra precariedad de medios expresivos, ocurre que el Quijote es un libro muy divertido, muy triste y muy actual. Cervantes, que cuando escribió esta novela era un viejo muy vareado, habla con amargura humorística (si es que eso es algo concebible) de un mundo que se derrumba: el de la caballería, entendida como el desinterés y el honor. Un mundo que, por culpa del esplendor español surgido con la conquista de América, se ha convertido ya, en 1615, en el escenario del pícaro, del intermediario, del comisionista parasitario. El mundo que hoy todavía tenemos a nuestro alrededor.
En consecuencia, si leemos el Quijote tenemos la garantía de que vamos a comprender mejor lo que nos está pasando ahora y de que vamos a saber algo más de nosotros mismos y de nuestro raquitismo moral. No digo yo que saber más de esas cosas sea algo agradable, pero sí que vamos a ir averiguándolo entre carcajadas auténticas.