El huracán Sandy ha llegado al nordeste de los Estados Unidos, que es una zona de una quietud, una consolidación y una comodidad perfectamente plausibles. Muchas veces las catástrofes naturales ocurren en lugares paradisiacos, lugares que sin embargo tienen una renta per cápita muy baja. Tal vez esto sea un cliché y lo que ocurra sea que, aunque haya tornados y huracanes en muchos sitios, puede ser que en estos países paupérrimos un huracán se note más y provoque una devastación mayor. En todo caso, los estragos de Sandy han sido enormes y, como es lógico, Obama y Romney han suspendido los actos de la campaña electoral, que tan reñida estaba resultando.
Hace unas semanas hablábamos aquí de Romney como un candidato desconcertante para cualquier elector europeo; un hombre capaz de decir cualquier enormidad, un millonario a calzón quitado, etc. Pues estamos ya al final de la carrera electoral norteamericana y Romney sigue en la pelea, mejorando incluso sus expectativas iniciales, con sus salidas de tono y su defensa del individualismo redomado. Obama, por el contrario, ha tenido una campaña desmayada y melancólica: incluso ha estado flojo en la modalidad que mejor le va, que es el discurso angelical leído con conocimiento insuperable de la escenografía retórica. Obama ha dejado que Romney le avasalle en los debates, y, en el ámbito complementario de los candidatos a vicepresidentes, no ha habido nada que provocase cambios radicales en las tendencias: el demócrata Biden ha hecho su papel de veterano cínico y zumbón, y el joven Ryan se ha mostrado como un orador frío y concreto, un especialista imbatible del recorte presupuestario.
Por tanto, estábamos llegando al final del camino con una inercia de empate (con subida republicana y bajada demócrata), y aparece el huracán. Además de destrozarlo todo, de acabar con vidas y con haciendas y de desmantelar el paisaje físico, el huracán es un elemento importantísimo que puede poner patas arriba el panorama desde un punto de vista estrictamente electoral. Una catástrofe de esas dimensiones da la medida de los hombres y puede amplificar o reducir los rasgos de su carácter. Puede suceder que Barack Obama, que estaba manteniéndose de muy mala manera y que daba una impresion de desorientación definitiva, adquiera de repente una estatura majestuosa como presidente; donde la gente sólo veía a un hombre desfondado, mañana puede ver al Comandante en Jefe. Tan solo dos o tres discursos medianamente épicos en los lugares adecuados (hoy ha estado en una sede de la Cruz Roja, mañana podría hablar desde cualquier refugio de afectados por el temporal), dos o tres discursos sin mencionar nada concreto, que solamente apelen al sistema nervioso del electorado, con la música quebrada de la oratoria de este hombre, y tenemos de nuevo al Obama que encadiló en 2008.
En el lado opuesto está Romney, que venía pegando mandobles con determinación y que, ante una tragedia natural como ésta, tiene de repente todas las de perder: si critica al gobierno, el público censurará su mal gusto y su falta de deportividad; si apoya al gobierno, está dando la razón a Obama, y reforzando la imagen heroica del presidente; si está callado, será para la ciudadanía un hombre ausente, despreocupado y que sólo piensa en sus millones de dólares. Y, por si eso fuera poco, la gente puede recordar la indignante gestión durante el huracán Katrina de otro republicano, George W. Bush.
En consecuencia, en dos o tres días podemos ver un vuelco radical. Estos son los momentos en los que un político puede ganarse al votante tocando las teclas de la sensibilidad humana. Obama es un hombre que parece capaz de tocar esas teclas. Sus cuatro años de gobierno van a estar escondidos detrás del huracán, para bien o para mal.