He pasado por una Administración de Lotería, y he visto una cola que salía del establecimiento e invadía la calle. Eran las doce del mediodía de un día de labor. He metido la cabeza en la Administración para ver qué ocurría y no he visto ningún distintivo extraordinario, ni he visto personas especiales, ni cualquier otra anomalía; la clientela debía ser la normal a esas horas. En un momento dado, un cliente de unos setenta años que estaba en la ventanilla ha preguntado a una empleada: «¿Cuánto te debo, guapa?» Y la empleada ha contestado: «Ochenta y dos euros». Es decir, que ese buen señor acababa de gastarse ochenta y dos euros en loterías diversas. Ochenta y dos euros es una cantidad de dinero muy destacada, dicho sea sin conocer de ninguna manera la situación económica del señor que se ha gastado esos ochenta y dos euros un día cualquiera del mes de octubre. Además, y sin saber cuánto dinero iba a gastarse el resto de clientes que abarrotaban el establecimiento y sus aledaños, podemos concluir que aquella multitud ha llevado a cabo una demostración de vigor económico. En un momento como el actual, tan esquelético y agitado, estas personas estaban formando parte de un operativo comercial de grandes proporciones, y esperaban su turno con el más alto grado de paciencia cívica y de urbanidad. No hay otra cola en la que se espere con tanta calma.
Es evidente que en España queremos que nos toque la lotería. De hecho, yo conozco casos de gente que está sinceramente convencida de que le va a tocar la lotería en algún momento concreto, y esa convicción, tan traída por los pelos desde un punto de vista racional, está sustentada por una noción muy particular de la justicia distributiva: esta gente cree que le va a tocar la lotería porque se lo merece, porque lo ha pasado mal en la vida, porque ha trabajado como un perro.
En vista de lo cual, las personas juegan a la lotería, porque ya decimos que estas personas piensan que les va a tocar. Y, dado que les va a tocar, estas personas juegan muchísimo dinero sin mirar al mañana. Con esta espiral febril, la empresa pública más rentable es Loterías y Apuestas del Estado. Y la gente no sólo dilapida su dinero en esa adquisición de boletos, sino que además dilapida su tiempo: la gente va a Sort, el pueblo ilerdense de la lotería, a comprar sus décimos en La Bruixa D’Or, o acude a las Administraciones de Lotería más remotas y más a desmano con tal de cumplir lo que les dice «el pálpito». Es curioso ver cómo un español cualquiera se niega a trabajar a más de veinticinco kilómetros de distancia de su domicilio, pero podría caminar cientos de millas si se trata de comprar lotería. Un español corriente está de viaje, y, si ve en una barra de bar cualquier décimo de lotería a la venta, colgado junto a una botella de Marie Brizard, nuestro español corriente se lo compra. Un español normal se compra la lotería de Navidad de todos los comercios, negocios, empresas, equipos de balonmano, parroquias o funerarias que tenga a mano, y en muchos casos lo hace simplemente por si les toca a los demás, para no quedarse fuera. Porque un español corriente se enfada cuando no le toca la lotería, pero ser enfada muchísimo más si le toca a algún conocido (y a él mismo no). Por tanto, y además de la concepción distorsionada de la justicia, otro de los motores de esta maquinaria lotera imponente es la envidia pura y simple.
Por último, y para completar un cuadro que a cualquier extranjero le dejaría patidifuso, está la problemática moral de la lotería, que es una problemática inexistente, y eso es lo que choca. Un español (o una española) es capaz de descalificar acaloradamente cualquier vicio, salvo el juego amparado por el Estado, que para este español (o española) es una actividad inmaculada y perfectamente compatible con el esquema ético consolidado.
La lotería de Navidad, por ejemplo, es una tradición que la gente nunca asocia con el vicio del juego. Forma parte de la escenografía tradicional navideña, como los villancicos, el turrón duro o como las imágenes tremendas de Chencho perdiéndose en la Plaza Mayor de Madrid durante el final de la película «La Gran Familia«. Pero no es vicio.