La última entrada de este blog estaba dedicada a la decadencia del mitin electoral como representación teatral y a la desaparición de la figura del orador espectacular al estilo Arzalluz. Reflexionando sobre el asunto, me he dado cuenta de que esta decadencia forma parte de un proceso lento de congelación de las artes escénicas en general y del teatro en particular; y así como Arzalluz era un virtuoso en el atril del que ya no podemos disfrutar, el teatro ha tenido durante siglos unas primeras figuras de fuerza impresionante, y esas figuras ya no existen. Ahora el teatro es un espectáculo coral, físico, descontextualizado y amplificado, con actores jóvenes llevando a cabo proezas atléticas. Yo he visto una representación de «La tempestad» de Shakespeare con los actores desnudos y colgados de unas lianas. No digo que eso esté mal, pero sí que, en mi opinión, la desnudez pendulante descentra un poco al público shakesperiano.
Y las grandes figuras del teatro ya no existen. En España y en Francia hemos tenido dos ejemplos de estrellas con trayectorias similares y que hoy, por diferentes motivos, no podrían darse ya en los escenarios: me refiero a Louis de Funès en Francia y a Paco Martinez Soria en España. El cómico francés era de gesticulación desatada y frenética y de una intensidad cómica excesiva; el español era un maestro total de la pachorra aragonesa y de la complicidad abierta con el público. Dos estilos diferentes pero dos carreras iguales: ambos se pasan la vida en el teatro, forman poco a poco una compañía permanente y triunfan durante su madurez en las tablas y en el cine. Durante los años setenta, ambos actores, ya sesentones, constituyen un fenómeno paralelo de teatros llenos hasta la bandera y de récords de representaciones ininterrumpidas. Ya he dicho que Funès era un huracán gestual y malhumorado, y que don Paco tenía el control mágico del tiempo y de la pausa, pero en ambos casos la fama que acapararon fue tal que había determinados espectadores que iban a verles a diario, cada noche, para buscar los matices o improvisaciones de estos genios (ambos actores sabían que mucha gente repetía en su obra, y en consecuencia trataban de meter «morcillas» siempre o de saltarse el libreto para hablar directamente con el público). Nadie tenía en cuenta qué obra concreta estaba representándose: el público venía a ver al actor cómico. Como ejemplo, diremos que Louis de Funès tuvo que esperar muchos años hasta poder representar algún clásico alejado de su astracanada habitual, y consiguió rodar, ya muy mayor, una versión cinematográfica de «El Avaro», de Moliere (en la que de todas formas no pudo mantener la sobriedad y acabó reproduciendo todos sus tics enloquecidos).
Fuera del teatro, parece ser que estos señores también compartían rasgos de carácter: se dice que tenían mal genio, que eran maniáticos y que mantenían una política personal de austeridad económica que rozaba la tacañería pura y dura. Esa austeridad, unida a los cuantiosos ingresos que obtuvieron en su madurez, les convirtió a ambos en verdaderos millonarios, lo cual prueba que por entonces el teatro era un entretenimiento de una fuerza imponente. Y he ahí el quid de la cuestión: no es posible que el teatro de hoy produzca un tipo de figura estelar como aquellas porque ese teatro de entonces ya no existe. Las personas somos hoy más dispersas y nuestros entretenimientos ya no tienen la solidez fijada y barnizada que tenía el teatro. Hoy la gente va al teatro pocas veces y si lo hace suele ir a ver musicales norteamericanos; hoy la gente no memoriza el nombre de los actores porque puede buscarlo en su IPhone. La feligresía integrista que seguía sin fisuras a Funès y a Martínez Soria se ha dispersado hoy en la Nube de Apple.