Las generalizaciones son un error. El detalle particular es lo que da el tono y el carácter. Uno no debería extrapolar su experiencia personal y sacar conclusiones generalistas. Todo esto lo digo porque, después de varias experiencias particulares, yo podría sacar la conclusión de que todos los portugueses son personas dignas de admiración, y me temo que estaría generalizando. Los portugueses que conozco hablan con suavidad y manejan con distinguida mano la ironía y la resignación como herramientas de supervivencia; estos portugueses dan la impresión de conocer cómo funcionan los mecanismos de la vida humana, y se muestran reservados al respecto, sonriendo con discreción.
Ya digo que ésa es mi experiencia con los portugueses: una experiencia que no convendría extrapolar arbitrariamente. Sin embargo, las noticias que nos llegan periódicamente desde Portugal nos muestran a un país sumido en la mayor devastación económica imaginable y en el que, no obstante, hasta ahora la resignación melancólica prima sobre el acaloramiento. Si en España empezamos a ver un aumento evidente de la presión social, y vemos cómo la calle está encaminándose al punto de ebullición, resulta que en Portugal las protestas llevan la sordina de la saudade y están como mecidas por el ritmo del fado, que es el ritmo de la pérdida incorregible y asumida. Los portugueses parecen afrontar su ruina con la cabeza alta y los ojos llorosos, porque parecen saber que las revoluciones no eliminan al patrón opresor, sino que se limitan a sustituirlo por otro.
En consecuencia, el día a día nos está desvelando que la impresión que tengo de los portugueses es más fiable de lo que uno creía. Y luego hay cosas indiscutibles, contrastables, como el hecho de que, cuando uno cruza la frontera portuguesa desde España, uno ve cómo el nivel de decibelios se reduce al máximo. En Portugal la gente habla a un volumen íntimo, y el idioma musitado por los portugueses tiene una musicalidad magnífica. Si de los españoles se dice que no es posible saber si estamos enfadados o contentos (porque en ambos casos estamos gritando), de los portugueses se puede decir lo mismo pero por motivos opuestos (enfadados o contentos, los portugueses siempre susurran y sacan su media sonrisa).
Determinadas personas me dicen que todo eso está muy bien pero que a los portugueses les falta un poco de sangre. Me dicen que la languidez lusa les pone de los nervios. Me dicen que con el fatalismo melancólico no se va a ninguna parte, y que así les va a los portugueses, que están en la ruina total. Yo no me atrevo a tanto; no puedo discernir si ser de esa manera es mejor o peor que ser de otras, y si ese carácter acarrea beneficios tangibles. Me da igual. A mí me gustan los portugueses, y me gusta Portugal, aunque le falte nervio y no acabe nunca de tirar para adelante. Yo no tengo temple suficiente para dar el tipo de un portugués puro, pero ese carácter me parece admirable; podría darse el caso de que yo sea el primer nacionalista portugués que conozco. Un nacionalista no nacido en la nación idolatrada, como todos los nacionalistas verdaderamente recalcitrantes.