Al encender la televisión, o leer la prensa, incluso la mente menos analítica percibe que en los medios siempre está sobre la mesa el problema del sobrepeso físico, aunque no sea un tema que se trate directamente. Para empezar, las personalidades públicas que salen por la tele están generalmente delgadísimas. No hay más que verlo. Por comparación, los demás estamos gordos, en mayor o menor medida; tras ver la tele, empezamos a sentir que a todos nos sobra grasa corporal.
Una vez generada esa ansiedad en el público, se procede a proponerle soluciones de forma escasamente desinteresada. Para reducir peso, nada como el ejercicio; sin embargo, parece que el común de la gente no tiene estructura operativa ni voluntad suficiente para empezar a hacer deporte, así que automáticamente se abren paso las dietas milagrosas, que tienen la ventaja de que pueden ponerse en marcha sin tener que mover un solo músculo. Esas dietas consisten generalmente en experimentar con el cuerpo propio una serie de sabotajes fisiológicos aberrantes, que van desde eliminar de un día para otro buena parte del catálogo alimentario humano (empezar a alimentarse sólo de proteínas, o sólo de alcachofa, por ejemplo) hasta incorporar en nuestro régimen alimentos insólitos, más propios del reino animal; todo ello acompañado por una dinámica demencial de almuerzos pequeños, múltiples, con la recomendación de beber al día la misma cantidad de agua que la que toma un dromedario y con la obligación incomprensible de detenerlo todo a mediodía para tomar tres pistachos (nadie en sus cabales puede tomar tres pistachos: uno puede tomar cuarenta, o no tomar ninguno, pero nunca solamente tres). Este funcionamiento desquiciado no solamente tiene efectos negativos en el organismo (al convertirlo en una entidad corporal desbarajustada y sin patrón), sino que también la mente y el espíritu son víctimas de una erosión incuestionable. Los que intentan cumplir estas dietas se vuelven más o menos majaras, entrando en un laberinto de irascibilidad, desorientación y sentimiento de culpa que acaba afectando a todos los que les rodean. Y prefiero no cuantificar el montante dinerario que se emplea en estos asuntos.
El distinguido lector tiene la suficiente inteligencia como para darse cuenta de que aquí no estoy refiriéndome a las personas que por su obesidad nítida y objetiva están en una situación peligrosa desde un punto de vista médico. Lógicamente, hay que pensar que esas personas deben cuidarse si no quieren tener problemas más graves de salud. Pero gran parte de los que están a régimen no están gordos: están bien. Bien físicamente, claro, porque de la cabeza están un poco peor. Aunque no tanto como los ideólogos de todo esto, los que dictan la normativa militar de la delgadez escalofriante: uno tiene la impresión de que la escala de medición del peso corporal que se usa hoy en día viene dada por personas especialmente trastornadas o desaprensivas; personas que, aunque no lo crean, presentan un cuadro médico de exceso de grasa: tal vez no en los glúteos, pero sí en el cerebro.