El programa televisivo Sálvame lleva ya más de tres años en antena y no parece que vaya a ir a menos: la audiencia lo sigue con regularidad indestructible. Sálvame nació como un debate complementario a algún reality show en determinada isla tropical, y ha sobrevivido hasta ahora, consiguiendo triturar a toda la competencia (el éxito de Sálvame ha destruido a todos los programas del corazón de Antena 3, una industria completa que ya no existe). Independientemente del contenido del programa, es indudable que el formato es un hallazgo sin precedentes que explica perfectamente el éxito. Sálvame reunió a personajes identificables por el público, les quitó el corsé de cualquier estructura, puso sobre la mesa las debilidades de cada uno de ellos y les dio una continuidad. Los personajes de Sálvame son ahora parte de la familia de los españoles, y, como tales, uno puede ver cómo meriendan, cómo se liman las uñas o cómo salen a fumar a la calle. Por otra parte, la continuidad del esquema permite alargar las disputas personales durante semanas, y enriquecer así cada trifulca vecinal con nuevos matices. Todo esto garantiza la proximidad del personaje con su público.
Además, con este formato metatelevisivo y renovador, la producción se abarata: uno ya no necesita buscar reportajes, hacer entrevistas, tener una estructura de redactores, ni ninguna otra cosa; uno se limita a juntar a todos los colaboradores a diario y ellos son los que cuentan su vida, se enfrentan entre ellos y, en definitiva, generan y prolongan el asunto. Se ha llegado al extremo de que estamos ante un programa del corazón en el que no se habla de ningún famoso salvo por su relación con los contertulios; eso ahorra infraestructura, ya digo, pero también supone un ahorro en juicios perdidos sobre el derecho al honor y en querellas falladas en contra del programa. Se denuncia menos al programa porque los afectados por el mismo son sus propios empleados.
Todo esto es de una genialidad sin discusión. Los responsables del proyecto han ido perfeccionando esta fórmula y saben de qué va el medio, hasta convertir el programa en una enormidad de cinco horas al día y cinco días por semana que no tiene precedentes en ninguna televisión. Y lo han conseguido apoyándose en Jorge Javier Vázquez, un presentador formidable que sabe perfectamente dónde está y por qué caminos tiene que moverse; que sabe cuándo eliminar un asunto agotado, cuándo empezar con otro y cuándo reírse de sí mismo y de todos los demás (cosa que hace a menudo). Un presentador de una inteligencia televisiva sensacional.
Otra cosa es si la temática que se aborda en Sálvame es o no es adecuada al horario del programa y al buen gusto mínimo que debe imperar en televisión: parece evidente que no. Sálvame es una gran idea televisiva pero también es un programa poco recomendable, y desde luego se emite en un horario en el que este invento debería resultar simplemente inconcebible. Recuerdo que Crónicas Marcianas era calificado como telebasura con mucho estruendo y resulta que se emitía a las once de la noche; en este sentido, el hecho de que un niño pueda ver Sálvame cada tarde debería ser un escándalo. No sé si las emisoras o los supervisores televisivos (si los hubiera) tienen que reflexionar sobre ello; puede ser que el programa consiga la proeza calculada de no concretar en ningún momento la cantidad de basura decantada y concentrada que se exige para ser cancelado, pero en mi opinión es indudable que el tono general de la emisión es más propio de horarios nocturnos. Todo puede tener su sitio, pero hay que saber encontrárselo.
Nos dirán que la culpa de todo es nuestra, por no estar en casa por las tardes y, en consecuencia, no conseguir impedir que los niños vean la televisión. El programador dirá que él se limita a emitir lo que a la gente le gusta. Así hemos llegado hasta aquí.
GENIAL, un artículo de opinión soberbio y al pie de la letra, enhorabuena.